Dejo
a su disposición el cuento "Calidoscopio" de Ray Bradbury y "Robbie" de Asaac Asimov, que leímos en la escuela. Los pueden llegar a necesitar para realizar la última actividad de prácticas del
lenguaje.
Calidoscopio
[Cuento -
Texto completo.]
Ray Bradbury
El primer impacto rajó la nave como si fuera un gigantesco abrelatas.
Los hombres fueron arrojados al espacio, retorciéndose como una docena de peces
fulgurantes. Se diseminaron en un mar oscuro mientras la nave, convertida en un
millón de fragmentos, proseguía su ruta semejando un enjambre de meteoritos en
busca de un sol perdido.
-Juan, juan ¿dónde estás?
Voces aterrorizadas, niños perdidos en una noche fría.
-¡Matías , Matías!
-¡Capitán!
-Andrés, Andrés, aquí Marcos.
-Marcos, soy Andres. ¿Dónde estás?
-¿Cómo voy a saberlo? Arriba, abajo… Estoy cayendo. ¡Dios mío, estoy
cayendo!
Caían. Caían, en la madurez de sus vidas, como guijarros diminutos y
plateados. Se diseminaban como piedras lanzadas por una catapulta monstruosa. Y
ahora en vez de hombres eran sólo voces.
Voces de todos los tipos, incorpóreas y desapasionadas, con distintos
tonos de terror y resignación.
-Nos alejamos unos de otros.
Era cierto. Andres, rodando sobre sí mismo, sabía que lo era y, de
alguna forma, lo aceptó. Se alejaban para recorrer distintos caminos y nada
podría reunirles de nuevo. Vestían sus trajes espaciales, herméticamente
cerrados, sus pálidos rostros ocultos tras las placas faciales. No habían
tenido tiempo de acoplarse las unidades energéticas. Con ellas, habrían sido
pequeños botes salvavidas flotando en el espacio. Se habrían salvado, habrían
salvado a otros, habrían encontrado a todos hasta unirse para formar una isla
de hombres y pensar en alguna salida. Pero ahora, sin las unidades energéticas
acopladas a sus hombros, eran meteoritos alocados encaminándose hacia destinos
diversos e inevitables.
Pasaron diez minutos. El terror inicial se apagó, dando paso a una calma
metálica. Sus voces extrañas empezaron a entrelazarse en el espacio, un telar
inmenso y oscuro, cruzándose y volviéndose a cruzar hasta formar el tejido
final.
-Marcos a Andrés. ¿Cuánto tiempo podremos hablar por radio?
-Depende de tu velocidad y la mía.
-Una hora, supongo.
-Algo así -dijo Andrés, pensativo y tranquilo.
-¿Qué sucedió? -preguntó Andrés al cabo de un minuto.
-El cohete estalló, eso es todo. Los cohetes estallan, ¿sabes?
-¿Hacia dónde caes?
-Creo que me estrellaré en el Sol.
-Yo en la Tierra. De vuelta a la madre Tierra a quince mil kilómetros
por hora, arderé como una cerilla.
Andrés pensó en ello con una sorprendente serenidad. Le parecía estar
separado de su cuerpo, viéndolo caer y caer en el espacio, con la misma
tranquilidad con la que había visto caer los primeros copos de nieve de un
invierno muy lejano.
Los otros guardaban silencio. Pensaban en el destino que les había
llevado a esto, a caer y caer sin poder hacer nada para evitarlo. Hasta el
capitán callaba, porque no había orden o plan que pudiera arreglarlo todo.
-¡Oh, esto es interminable! ¡Interminable, interminable! -exclamó una
voz. ¡No quiero morir, no quiero morir! ¡Esto es interminable!
-¿Quién habla?
-No lo sé.
-Creo que es Martín. Martín, ¿eres tú?
-Esto es interminable y no me gusta. ¡Dios mío, no me gusta nada!
-Martín, aquí Andrés. Martín, ¿me oyes?
Una pausa. Seguían separándose unos de otros.
-¿Martín?
-Sí -replicó por fin.
-Martín, tranquilízate. Todos tenemos el mismo problema.
-No quiero estar aquí. Me gustaría estar en cualquier otro sitio.
-Hay una posibilidad de que nos encuentren.
-Sí, sí, seguro -dijo Martín-. No creo en esto, no creo que esté
sucediendo realmente.
-Es una pesadilla -dijo alguien.
-¡Cállate! -ordenó Andrés.
-Ven y hazme callar -contestó la voz. Era Antonio. Se reía con toda
tranquilidad, sin histeria-. Ven y hazme callar.
Por primera vez, Andrés sintió su impotencia. La cólera se adueñó de él
porque en aquel momento deseaba, más que ninguna otra cosa, herir a Antonio.
Había esperado muchos años para poder hacerlo…, y ahora era demasiado tarde.
Antonio era únicamente una voz radiofónica.
¡Y seguían cayendo y cayendo!
Dos de los hombres se pusieron a gritar, de repente, como si acabaran de
descubrir el horror de su situación. Andrés vio a uno de ellos, en una
pesadilla, flotando muy cerca de él, chillando y chillando.
-¡Basta!
El hombre estaba casi al alcance de su mano. Gritaba enloquecido. Nunca
se callaría. Seguiría chillando durante un millón de kilómetros, mientras se
encontrara en el campo de acción de la radio. Fastidiaría a todos los demás e
impediría que hablaran entre sí.
Andrés alargó la mano. Era mejor así. Hizo un último esfuerzo y tocó al
hombre. Se agarró a su tobillo y fue desplazando la mano hasta llegar a la
cabeza. El hombre chilló y se retorció como si estuviera ahogándose. Sus gritos
llenaron el universo.
“Da lo mismo -pensó Andrés-. El Sol, la Tierra o los meteoros lo matarán
igualmente. ¿Por qué no ahora?”
Andrés aplastó la placa facial del hombre con su puño metálico. Los
gritos cesaron. Se apartó del cadáver y lo dejó alejarse siguiendo su propio
curso, cayendo y cayendo.
Andrés y los demás seguían cayendo sin cesar en el espacio, en el
interminable remolino de un terror silencioso.
- Andrés, ¿sigues ahí?
Andrés no contestó. Una oleada de calor inundó su rostro.
-Aquí Antonio otra vez.
-¿Qué hay, Antonio?
-Hablemos. No podemos hacer otra cosa.
El capitán intervino.
-Ya es suficiente. Tenemos que encontrar una solución.
-Capitán, ¿por qué no se calla?
-¿Qué?
-Ya me ha oído, capitán. No pretenda imponerme su rango, porque nos
separan quince mil kilómetros y no tenemos que engañarnos. Tal como dijo Martín, la caída es interminable.
-¡Compórtese, Antonio!
-No quiero. Esto es un motín de uno solo. No tengo una maldita cosa que
perder. Su nave era mala, usted un mal capitán, y espero que se ase cuando
llegue al Sol.
-¡Le ordeno que se calle!
-Adelante, vuelva a ordenarlo. -Antonio sonrió a quince mil kilómetros
de distancia. El capitán no dijo nada más-. ¿Dónde estábamos, Andrés? Ah, sí,
ya recuerdo. También te odio a ti. Pero tú ya lo sabes. Hace mucho tiempo que
lo sabes.
Andrés, desesperado, cerró los puños.
-Quiero confesarte algo -prosiguió Antonio-. Algo que te hará feliz. Fui
uno de los que votaron contra ti en la Rocket Company, hace cinco años.
Un meteorito surcó el espacio. Andrés miró hacia abajo y vio que no
tenía mano izquierda. La sangre brotaba a chorros. De repente, advirtió la
falta de aire en su traje. El oxígeno que conservaba en los pulmones le permitió,
sin embargo, hacer un nudo a la altura de su codo izquierdo, apretando la
juntura y cerrando el escape. La rapidez del suceso no le dio tiempo a
sorprenderse. Ninguna cosa podía sorprenderle en aquel momento. Ya cerrado el
boquete, el aire volvió a llenar el traje en un instante. Y la sangre, que
había brotado con tanta facilidad, quedó comprimida cuando Andrés apretó aún
más el nudo, hasta convertirlo en un torniquete.
Todo esto había sucedido en medio de un terrible silencio por parte de
Andrés. Los otros hombres conversaban. Uno de ellos, Lucas, hablaba sin cesar
de su mujer de Marte, de su mujer venusiana, de su mujer de Júpiter, de su
dinero, sus buenos tiempos, sus borracheras, su afición al juego, su felicidad…
Hablaba y hablaba, mientras todos caían. Lucas, feliz, recordaba el pasado
mientras se precipitaba a la muerte.
¡Todo era tan raro! Espacio, miles de kilómetros de espacio, y voces
vibrando en su centro. Ningún hombre al alcance de la vista, sólo las ondas de
radio se agitaban tratando de emocionar a otros hombres.
-¿Estás enfadado, Andrés?
-No.
Y no lo estaba. Había recuperado la serenidad. Era una masa insensible,
cayendo para siempre hacia ninguna parte.
-Durante toda tu vida quisiste llegar a la cumbre, Andrés. Y yo lo
impedí. Siempre quisiste saber lo que había ocurrido. Bien, voté contra ti
antes de que me despidieran a mí también.
-No tiene importancia.
Y no la tenía. Todo había terminado. Cuando la vida llega a su fin es
como un intenso resplandor. Un instante en el que todos los prejuicios y
pasiones se condensan e iluminan en el espacio, antes de que se pueda decir una
sola palabra. Hubo un día feliz y otro desdichado, hubo un rostro perverso y
otro bondadoso… El resplandor se apaga y se hace la oscuridad.
Andrés pensó en su pasado. Al borde de la muerte, una sola cosa le
atormentaba y por ella, únicamente por ella, deseaba seguir viviendo.
¿Sentirían lo mismo sus compañeros de agonía? ¿Tendrían aquella sensación de no
haber vivido nunca? ¿Pensarían, como él, que la vida surge y muere antes de
poder respirar una vez? ¿Les parecería a todos tan abrupta e imposible, o sólo
a él, aquí, ahora, con escasas horas para meditar?
Uno de los otros hombros estaba hablando.
-Bueno, yo viví bien. Tuve una esposa en Marte, otra en Venus y otra en Júpiter.
Todas tenían dinero y se portaron muy bien conmigo. Fue maravilloso. Me
emborrachaba, y hasta una vez gané veinte mil dólares en el juego.
“Pero ahora estás aquí -pensó Andrés -. Yo no tuve nada de eso. Tenía
celos de ti, Lucas. En pleno trabajo envidiaba tus mujeres y tus juergas. Las
mujeres me asustaban y huía al espacio, siempre deseándolas, siempre celoso de
ti por tenerlas, por tu dinero, por toda la felicidad que podías conseguir con
aquella vida alocada. Pero ahora se acabó todo, caemos. Ya no tengo celos de
ti. Es mi final y el tuyo y todo parece no haber sucedido nunca.”
Andrés levantó el rostro y gritó por la radio:
-¡Todo ha terminado, Lucas!
Silencio.
-¡Como si nunca hubiese ocurrido, Lucas!
-¿Quién habla? -preguntó Lucas temblorosamente.
-Soy Andrés.
Se sintió miserable. Era la mezquindad, la absurda mezquindad de la
muerte. Antonio le había herido y él, Andrés, quería herir a otro. Antonio y el
espacio le habían herido.
-Ahora estás aquí, Lucas. Todo ha terminado, como si nunca hubiera
sucedido, ¿no es cierto?
-No.
-Cuando llega el final, todo parece no haber ocurrido nunca. ¿Es mejor
tu vida que la mía, ahora? Antes, sí, ¿y ahora? El presente es lo que cuenta.
¿Es mejor? ¿Lo es?
-¡Sí, es mejor!
-¿Por qué?
-Porque conservo mis pensamientos, ¡porque recuerdo! -gritó Lucas, muy
lejos, indignado, apretando los recuerdos a su pecho con ambas manos.
Y estaba en lo cierto. Andrés lo comprendió mientras una sensación fría
como el hielo fluía por todo su cuerpo. Existían diferencias entre los
recuerdos y los sueños. A él sólo le quedaban los sueños de las cosas que había
deseado hacer, pero Lucas recordaba cosas hechas, consumadas. Este pensamiento
empezó a desgarrar a Andrés con una precisión lenta, temblorosa.
-¿Y para qué te sirve eso? -gritó a Lucas-. ¿De qué te sirve ahora? Lo
que llega a su fin ya no sirve para nada. No estás mejor que yo.
-Estoy tranquilo -contestó Lucas-. Tuve mi oportunidad. Y ahora no me
vuelvo perverso, como tú.
-¿Perverso?
Andrés meditó. Nunca, en toda su vida, había sido perverso. Nunca se
había atrevido a serlo. Durante muchos años debió de haber estado guardando su
perversidad para una ocasión como la actual. “Perverso”. La palabra martilleó
en su mente. Se le saltaron las lágrimas y resbalaron por su cara.
-Cálmate, Andrés.
Alguien había escuchado su voz sofocada.
Era completamente ridículo. Tan sólo un momento antes, había estado
aconsejando a otros, a Martín… Había sentido coraje y creído que era auténtico.
Pero, ahora lo comprendía, no se trataba más que de conmoción, y de la
“serenidad”, que puede acompañarla. Y ahora trataba de condensar toda una vida
de emociones reprimidas en un intervalo de minutos.
-Sé lo que sientes, Andrés -dijo Lucas, ya a treinta mil kilómetros de
distancia, con una voz cada vez más apagada-. No me has ofendido.
“Pero, ¿no somos iguales? -se preguntó un aturdido Andres-. ¿Lucas y yo?
¿Aquí, ahora? Si algo ha terminado, ya está hecho. ¿Qué tiene de bueno,
entonces? Los dos moriremos, de una forma o de otra.”
Pero Andrés sabía que todo aquello era puro raciocinio. Era como
intentar explicar la diferencia entre un hombre vivo y un cadáver: uno poseía
una chispa, un aura, un elemento misterioso, y el otro no.
Y lo mismo ocurría con Lucas y él. Lucas había vivido enteramente, y
ello le convertía ahora en un hombre diferente. Y él, Andrés, había estado
muerto durante muchos años. Se acercaban a la muerte siguiendo distintos
caminos y, con toda probabilidad, si existieran varios tipos de muertes, el de
Lucas y el suyo serían tan diferentes como la noche y el día. La cualidad de la
muerte, como la de la vida, debe ser de una variedad infinita. Y si uno ya ha
muerto una vez, ¿por qué preocuparse de morir para siempre, tal como estaba
muriendo él ahora?
Un momento después descubrió que su pie derecho había desaparecido.
Estuvo a punto de reír. El aire por segunda vez había escapado de su traje. Se
inclinó rápidamente y vio salir la sangre. El meteorito había cortado la carne
y el traje hasta el tobillo. Oh, la muerte en el espacio era humorística: te
despedaza poco a poco, cual tétrico e invisible carnicero. Andres apretó la
válvula de la rodilla. Sentía dolor y mareo. Luchó por no perder la conciencia,
apretó más la válvula y contuvo la sangre, conservando el aire que le quedaba.
Se enderezó y prosiguió su caída. No podía hacer más.
-¿ Andrés?
Andrés respondió cansinamente, harto de aguardar la muerte.
-Aquí Antonio de nuevo -dijo la voz.
-Sí.
-He estado pensando, y escuchándote. Esto no va bien. Nos convierte en
perversos. Es una forma de morir muy mala, nos saca toda la maldad que llevamos
dentro. Andrés, ¿me escuchas?
-Sí
-Te mentí. Hace un momento. Te mentí. No voté contra ti. No sé por qué
lo dije. Creo que deseaba hacerte daño. Parecías el más indicado. Siempre nos
hemos peleado, Andrés. Creo que me estoy haciendo viejo de repente,
arrepintiéndome. Cuando oí que tú eras un perverso me avergoncé. Es igual,
quiero que sepas que yo también fui un idiota. No hay ni pizca de verdad en
todo lo que dije. Y vete al infierno.
Andrés sintió que su corazón volvía a latir. Había estado parado durante
cinco minutos. Ahora, todos sus miembros recuperaron el calor. La conmoción
había terminado, y los sucesivos ataques de cólera, terror y soledad iban
disipándose. Era un hombre recién salido de una ducha fría matutina, listo para
desayunar y enfrentarse a un nuevo día.
-Gracias, Antonio.
-No hay de qué. Y anímate, bobo.
-¿Dónde está Martín? ¿Cómo se encuentra?
-¿Martín?
Todos escuchaban atentamente:
-Debe de haber muerto.
-No lo creo. ¡Martín!
Volvieron a escuchar.
Y oyeron una respiración dificultosa, lejana, lenta…
-Es él. Escuchad.
-¡Martín!
Nadie respondió.
Sólo podían oír una respiración lenta y bronca.
-No contestará.
-Ha perdido el conocimiento. Dios lo ayude.
-Es él, escuchen.
Una respiración apenas audible, el silencio.
-Está encerrado como una almeja. Encerrado en sí mismo, haciendo una
perla. Considérenlo así, todo tiene su poesía. Él es más feliz que nosotros.
Lucas flotaba en la lejanía. Todas lo escucharon.
-¡Eh! -dijo Marcos.
-¿Qué?
Andrés había contestado con toda su fuerza. Marcos, más que ningún otro,
era un buen amigo.
-Estoy entre un enjambre de meteoritos, pequeños asteroides.
-¿Meteoritos?
-Creo que es el grupo de Mirmidón, que se desplaza entre Marte y la
Tierra y tarda cien años en recorrer su órbita. Me encuentro justo en el medio.
Es como un calidoscopio gigante. Hay colores, formas y tamaños de todos los
tipos. ¡Dios mío, qué hermoso es todo esto!
Silencio.
-Me voy con ellos -prosiguió Marcos-. Me llevan con ellos. Estoy
condenado. -Y se rió de buena gana.
Andrés trató de ver algo, pero sin conseguirlo. Allí sólo había las
grandes joyas del espacio, los diamantes, los zafiros, las nieblas de
esmeraldas y las tintas de terciopelo del espacio, y la voz de Dios
confundiéndose entre los resplandores cristalinos. Era algo increíble y
maravilloso pensar en Marcos acompañando al enjambre de meteoritos. Iría más
allá de Marte y volvería a la Tierra cada cinco años. Entraría y saldría de las
órbitas de los planetas durante las siguientes miles y miles de años. Marcos y
el enjambre de Mirmidón, eternos e infinitos, girarían y se modelarían como los
colores del calidoscopio de un niño cuando éste levanta el tubo hacia el sol y
lo va girando.
-Adiós, Andrés. -La voz de Marcos, ya muy debilitada-. Adiós.
-Buena suerte -gritó Andrés, a cincuenta mil kilómetros de distancia.
-No te hagas el gracioso -dijo Marcos.
Silencio. Las estrellas se unían más y más entre ellas.
Todas las voces iban apagándose. Todas y cada una seguían su propia
ruta; unas hacia el Sol, otras hacia el espacio remoto. Como el mismo Andrés.
Miró hacia abajo. Él, y sólo él, volvía solitario a la Tierra.
-Adiós.
-Tómatelo con calma.
-Adiós, Andres -dijo Antonio.
Adioses innumerables, despedidas breves. El gran cerebro, extraviado, se
desintegraba. Los componentes de aquel cerebro, que habían trabajado con
eficiencia y perfección dentro de la caja craneal de la nave espacial, cuando
ésta aún surcaba el espacio, morían uno a uno. Todo el significado de sus vidas
saltaba hecho añicos. Igual que el cuerpo muere cuando el cerebro deja de
funcionar, el espíritu de la nave, todo el tiempo que habían pasado juntos, lo
que los unos significaban para los otros, todo eso moría. Antonio ya no era
más que un dedo arrancado del cuerpo paterno, ya nunca más sería motivo de
desprecio o intrigas. El cerebro había estallado y sus fragmentos inútiles,
faltos de misión que cumplir, se desperdigaban. Las voces desaparecieron y el espacio
quedó en silencio. Andrés estaba solo, cayendo.
Todos estaban solos. Sus voces se habían desvanecido como los ecos de
palabras divinas vibrando en el cielo estrellado. El capitán marchaba hacia el
Sol. Marcos se alejaba entre la nube de meteoritos, y Martín, encerrado en sí
mismo. Antonio iba hacia Plutón. Diego, Cristian, Bautista… Los restos del
calidoscopio, las piezas de lo que otrora fue algo coherente, se esparcían por
el espacio.
“¿Y yo? -pensó Andrés -. ¿Qué puedo hacer?. ¿Puedo hacer algo para
compensar una vida terrible y vacía? Si pudiera hacer algo para reparar la
mezquindad de todos estos años, el absurdo del que ni siquiera me daba cuenta…
Pero no hay nadie aquí. Estoy solo. ¿Cómo hacer algo que valga la pena cuando se
está solo? Es imposible. Mañana por la noche me estrellaré contra la atmósfera
de la Tierra. Arderé, y mis cenizas se esparcirán por todos los continentes.
Seré útil. Sólo un poco, pero las cenizas son cenizas y se mezclarán con la
tierra.”
Caía rápidamente, como una bala, como un guijarro, como una pesa
metálica. Sereno, ni triste ni feliz… Lo único que deseaba, cuando todos los
demás se habían ido, era hacer algo válido, algo que sólo él sabría.
“Cuando entre en la atmósfera, arderé como un meteoro.”
-Me pregunto si alguien me verá -dijo en voz alta.
Desde un camino, un niño alzó la vista hacia el cielo.
-¡Mira, mamá! ¡Mira! -gritó-. ¡Una estrella fugaz!
La estrella blanca, resplandeciente, caía en el polvoriento cielo de
Illinois.
-Pide un deseo -dijo la madre del niño-. Pide un deseo.
1
Robbie
--Noventa y
ocho... noventa y nueve... ¡cien! -Gloria retiró su mórbido antebrazo de
delante de los ojos y permaneció un momento parpadeando al sol. Después,
tratando de mirar en todas direcciones a la vez, avanzó cautelosamente algunos
pasos, apartándose del árbol contra el que se apoyaba.
Estiró el
cuello, estudiando las posibilidades de unos matorrales que había a la derecha
y se alejó unos pasos para tener mejor punto de vista.
La calma era
absoluta, a excepción del zumbido de los insectos y el gorjear de algún pájaro
que afrontaba el sol de mediodía.
--Apostaría a
que se ha metido en casa, y le he dicho mil veces que esto no es leal -se
quejó.
Avanzando los
labios con un mohín y arrugando el entrecejo, se dirigió decididamente hacia el
edificio de dos pisos del otro lado del camino.
Demasiado tarde
oyó un crujido detrás de ella, seguido del claro "clump-clump" de los
pies metálicos de Robbie. Se volvió rápidamente para ver a su triunfante
compañero salir de su escondrijo y echó a correr hacia el árbol a toda
velocidad.
Gloria chilló,
desalentada.
--¡Espera,
Robbie! ¡Esto no es leal, Robbie! ¡Prometiste no salir hasta que te hubiese
encontrado! -Sus diminutos pies no podían seguir las gigantescas zancadas de
Robbie. Entonces, a tres metros de la meta, el paso de Robbie se redujo a un
mero arrastrarse y Gloria, haciendo un esfuerzo final por alcanzarlo, echó a
correr jadeante y llegó a tocar la corteza del árbol la primera.
Orgullosa, se
volvió hacia el leal Robbie y con la más baja ingratitud, le recompensó su
sacrificio mofándose de su incapacidad para correr.
--¡Robbie no
puede correr! -gritaba con toda la fuerza de su voz de ocho años-. ¡Le gano
cada día! ¡Le gano cada día! -cantaban las palabras con un ritmo infantil.
Robbie no contestó,
desde luego... con palabras. Echó a correr, esquivando a Gloria cuando la niña
estaba a punto de alcanzarlo, obligándola a describir círculos que iban
estrechándose, con los brazos extendidos
azotando el aire.
--¡Robbie...
estate quieto! -gritaba. Y su risa salía estridente, acompañando las palabras.
Hasta que Robbie
se volvió súbitamente y la agarró, haciéndole dar vueltas en el aire, de manera
que durante un momento para ella el universo fue un vacío azulado y los verdes
árboles que se elevaban del suelo hacia la bóveda celeste. Y después se
encontró de nuevo sobre la hierba, al lado de la pierna de Robbie y agarrada
todavía a un duro dedo de metal.
Al poco rato
recobró la respiración. Trató inútilmente de arreglar su alborotado cabello con
un gesto de vaga imitación de su madre y miró si su vestido se había
desgarrado.
Golpeó con la
mano la espalda de Robbie.
--¡Mal muchacho!
¡Malo, malo! ¡Te pegaré!
Y Robbie se
inclinaba, cubriéndose el rostro con las manos, de manera que ella tuvo que
añadir: --¡No, no, Robbie! ¡No te pegaré! Pero ahora me toca a mí esconderme,
porque tienes las piernas más largas y me prometiste no correr hasta que te
encontrase.
Robbie asintió
con la cabeza -pequeño paralelepípedo de bordes y ángulos redondeados, sujeto a
otro paralelepípedo más grande, que servía de torso, por medio de un corto
cuello flexible- y obedientemente se puso de cara al árbol. Una delgada
película de metal bajó sobre sus ojos relucientes y del interior de su cuerpo
salió un acompasado tic-tac.
--Y ahora no
mires, ni te saltes ningún número -le advirtió Gloria, mientras corría a
esconderse.
Con invariable
regularidad fueron transcurriendo los segundos, y al llegar a cien se
levantaron los párpados y los ojos colorados de Robbie inspeccionaron los
alrededores. Al instante se fijaron en un trozo de tela de color que salía de
detrás de una roca. Avanzó algunos pasos y se convenció de que era Gloria.
Lentamente,
manteniéndose entre Gloria y el árbol-meta, avanzó hacia el escondrijo, y,
cuando Gloria estuvo plenamente a la vista y no pudo dudar de haber sido
descubierta, tendió un brazo hacia ella, y se golpeó con el otro la pierna,
produciendo un ruido metálico. Gloria salió, contrariada.
--¡Has mirado!
-exclamó con neta deslealtad-. Además, estoy cansada de jugar al escondite.
Quiero que me lleves a paseo.
Pero Robbie
estaba ofendido de la injusta acusación, y, sentándose cautelosamente, movió la
cabeza contrariado de un lado a otro.
Gloria cambió de
tono, adoptando una gentil zalamería.
--Vamos, Robbie,
no lo he dicho en serio, que mirases. Llévame a paseo.
Pero Robbie no
era tan fácil de conquistar. Miró fijamente al cielo y siguió moviendo
negativamente la cabeza, obstinado.
--¡Por favor,
Robbie, llévame a paseo! -Rodeó su cuello con sus rosados brazos y estrechó su
presa. Después cambiando repentinamente de humor, se apartó de él-. Si no me
das un paseo, voy a llorar. -Y su rostro hizo una mueca, dispuesta a cumplir su
amenaza.
El endurecido
Robbie no hizo caso de la terrible posibilidad, y siguió moviendo la cabeza por
tercera vez.
Gloria consideró
necesario jugar su última carta.
--Si no me
llevas -exclamó amenazadora- no te contaré más historias. ¡Ni una más!
Ante este
ultimátum, Robbie se rindió sin condiciones y movió afirmativamente la cabeza,
haciendo resonar su cuello de metal. Levantó cuidadosamente a la chiquilla y la
sentó en sus anchos hombros. Las amenazadoras lágrimas de Gloria se secaron en
el acto y se echó a reír con deleite. La piel metálica de Robbie, mantenida a
una temperatura constante gracias a las resistencias interiores, era suave y
agradable, y el ruido metálico que ella producía al golpear el cuerpo con sus
tacones daba mayor encanto a la situación.
--Eres un caza
del aire, Robbie, eres un gran caza de plata del aire. Tiende los brazos.
¡Tienes que tenderlos, Robbie, si quieres ser un caza del aire!
Ante aquella
lógica irrefutable los brazos de Robbie se convirtieron en alas, que cogían las
corrientes de aire, y fue un caza aéreo.
Gloria se
agarraba a la cabeza del robot, inclinándose hacia la derecha. Entonces dotó a
la nave de un motor que hacía "Brrrr", y de armas que producían
sonidos onomatopéyicos de disparos. Daba caza a los piratas y las baterías de
la nave entraban en acción.
--¡Hemos matado
a otro! ¡Dos más!... –gritaba -. ¡Más aprisa, hombre! ¡Nos quedamos sin
municiones!
Apuntaba por
encima de su hombro con indomable valor, y Robbie era una achatada nave del
espacio que zumbaba a través de la bóveda celeste con la máxima aceleración.
Cruzó corriendo
el campo hacia la alta hierba, y se detuvo con una rapidez que arrancó un grito
a su sonrojada amazona y la dejó caer suavemente sobre la blanda alfombra
verde. Gloria se reía y jadeaba, lanzando intermitentes exclamaciones.
--¡Oh, qué
bueno!...
Robbie esperó a
que recobrase la respiración y entonces le tiró suavemente de un mechón de
pelo.
--¿Quieres algo?
-dijo Gloria con una expresión de inocencia en los ojos, que no consiguió
engañar ni por un instante a su voluminosa "niñera".
Robbie le tiró
del pelo con más fuerza.
--¡Ah, ya sé!...
Quieres una historia.
Robbie asintió
rápidamente.
--¿Cuál? Robbie
describió un semicírculo en el aire con un dedo.
--¿"Otra
vez"? -protestó la chiquilla-. Te he explicado la Cenicienta un millón de
veces. ¿No estás cansado de ella? ¡Es para niños! Bien, bien -añadió, viendo a
Robbie describir otro semicírculo.
Gloria
reflexionó, evocó en su memoria el recuerdo del cuento (con sus modificaciones
propias, que eran varias) y empezó: --¿Estás a punto? Bien, pues había una vez
una bella muchacha que se llamaba Ella. Y tenía una cruel madrastra y dos
hermanastras muy feas y muy malas y...
Gloria había
llegado al momento crítico del cuento: "Daba medianoche en el reloj y sus
andrajos se convertían..."; y Robbie escuchaba atentamente, con los ojos
ardientes, cuando vino la interrupción.
--¡Gloria!
Era la voz aguda
de una mujer que había llamado no una, sino varias veces; y tenía el tono
nervioso de aquel a quien la ansiedad convierte en impaciencia.
--Mamá me llama
-dijo Gloria, contrariada-. Será mejor que me lleves a casa, Robbie.
Robbie obedeció
apresuradamente, porque sabía que más valía cumplir las órdenes de la Sra.
Weston sin la menor vacilación. El padre de Gloria estaba raramente en casa
durante el día, a excepción de los domingos -hoy, por ejemplo-, y cuando esto
ocurría, se mostraba el hombre más afable y comprensivo. La madre de Gloria, en
cambio, era una fuente de sinsabores para Robbie, que sentía siempre el deseo
de alejarse de su presencia.
La Sra. Weston
los vio en el momento en que aparecían por encima de los altos tallos de la
vegetación, y volvió a entrar en la casa a esperarlos.
--Te he llamado
hasta quedarme ronca, Gloria -dijo severamente-. ¿Dónde estabas?
--Estaba con
Robbie -balbució Gloria-. Le estaba contando la Cenicienta y he olvidado que
era hora de comer.
--Pues es una
lástima que Robbie lo haya olvidado también. -Y como si de repente recordase la
presencia del robot, se volvió rápidamente hacia él-. Puedes marcharte, Robbie.
No te necesita ya. Y no vuelvas hasta que te llame -añadió secamente.
Robbie dio la
vuelta para marcharse, pero se detuvo al oír a Gloria salir en su defensa.
--¡Espera, mamá!
Tienes que dejar que se quede: No he acabado de contarle la Cenicienta. Le he
prometido contarle la Cenicienta y no he terminado.
--¡Gloria!
--De verdad,
mamá. Se estará tan quieto que no te darás siquiera cuenta de que está aquí.
Puede sentarse en la silla del rincón, y no dirá ni una palabra...; bueno, no
hará nada, quiero decir. ¿Verdad, Robbie?
Robbie, así
interpelado, movió de arriba abajo su pesada cabeza.
--Gloria, si no
dejas esto inmediatamente, no verás a Robbie en una semana.
La chiquilla
bajó los ojos.
--Bueno..., pero
la Cenicienta es su cuento favorito y no lo había terminado... ¡Y le gusta
tanto!
El robot salió
de la habitación con paso vacilante y Gloria ahogó un sollozo.
George Weston se
encontraba a gusto... Tenía la inveterada costumbre de pasar las tardes de los
domingos a gusto. Una buena digestión de la sabrosa comida; una vieja y muelle
"chaise longue" para tumbarse; un número del "Times"; las zapatillas
en los pies, el torso sin camisa...
¿Cómo podía uno
no encontrarse a gusto? No experimentó ningún placer, por lo tanto, cuando vio
entrar a su esposa. Después de diez años de matrimonio era todavía lo
suficientemente estúpido para seguir enamorado de ella, y tenía siempre mucho
gusto en verla; pero las tardes de los domingos eran sagradas y su concepto de
la verdadera comodidad era poder pasar tres o cuatro horas solo. Por
consiguiente, concentró su atención en las últimas noticias de la expedición
Lefebre-Yoshida a Marte (tenía que salir de la Base Luna y podía incluso tener
éxito) y fingió no verla.
La Sra. Weston
esperó pacientemente dos minutos, después, impaciente, dos más, y finalmente
rompió el silencio.
--George...
--¿Ejem?
--¡He dicho
George! ¿Quieres dejar este periódico y mirarme?
El periódico
cayó al suelo, crujiendo, y George volvió el rostro contrariado hacia su mujer.
--¿Qué ocurre,
querida?
--Ya sabes lo
que ocurre. Es Gloria y esta terrible máquina.
--¿Qué terrible
máquina?
--No finjas no
saber de lo que hablo. El robot, al cual Gloria llama Robbie. No se aparta de
ella ni un instante.
--¿Y por qué
quieres que se aparte? Es su deber... Y en todo caso, no es ninguna terrible
máquina. Es el mejor robot que se puede comprar con dinero y estoy seguro de
que me hace economizar medio año de renta. Es más inteligente que muchos de mis
empleados.
Hizo ademán de
volver a tomar el periódico, pero su mujer fue más rápida que él y se lo
arrebató.
--Vas a
escucharme, George. No quiero ver a mi hija confiada a una máquina, por
inteligente que sea. No tiene alma y nadie sabe lo que es capaz de pensar. Una
chiquilla no está hecha para ser guardada por una "cosa" de metal.
--¿Y cuándo has
tomado esta decisión? -preguntó el Sr. Weston frunciendo el ceño-. Ya lleva con
Gloria dos años y no he visto que te preocupases hasta ahora.
--Al principio
era diferente. Era una novedad, me quitó un peso de encima y era una cosa
elegante. Pero ahora, no sé... los vecinos...
--¿Y qué tienen
que ver los vecinos con esto? Mira, un robot es muchísimo más digno de
confianza que una nodriza humana. Robbie fue construido en realidad con un solo
propósito: ser el compañero de un chiquillo. Su "mentalidad" entera
ha sido creada con este propósito. Tiene forzosamente que querer y ser fiel a
esta criatura. Es una máquina, "hecha así". Es más de lo que puede
decirse de los humanos.
--Pero puede
ocurrir algo. Puede... puede - La Sra. Weston tenía unas ideas muy vagas del
contenido interior de un robot-, no sé, si algo de dentro se estropease y...
No podía
decidirse a completar su claro y espantoso pensamiento.
--Tonterías...
-negó Weston con un involuntario estremecimiento nervioso-. Es completamente
ridículo. Cuando compré a Robbie tuvimos una larga discusión acerca de la
Primera Regla Robótica. Ya sabes que un robot no puede dañar a un ser humano;
que mucho antes de que algo pudiese alterar esta Primera Regla, el robot
quedaría completamente inutilizado. Es una imposibilidad matemática. Además,
dos veces al año viene un ingeniero de la U.S. Robots a hacer una revisión
completa del mecanismo. Hay menos probabilidades de que se estropee algo en
Robbie, de que uno de nosotros se vuelva repentinamente loco; considerablemente
menos. Además, ¿cómo se lo vas a quitar a Gloria?
Hizo una nueva e
infructuosa tentativa de tomar el periódico y su mujer lo arrojó con rabia a la
habitación contigua.
--Ahí está la
cosa, George. No quiere jugar con nadie más. Hay por aquí docenas de niños y
niñas con quienes podría trabar amistad, pero no quiere. No quiere ni acercarse
a ellos, a menos que yo la obligue. Es imposible que se críe así. Querrás que
sea una niña normal, ¿verdad? Querrás que sea capaz de ocupar su sitio en la
sociedad... supongo.
--Estás luchando
contra las sombras, Grace. Imagínate que Robbie es un perro. He visto
centenares de chiquillos que querían más a su perro que a su padre.
--Un perro es
diferente, George. Tenemos que librarnos de este terrible instrumento. Puedes
volverlo a vender a la compañía. Lo he preguntado y es posible.
--¿Que lo has...
"preguntado"? Mira, Grace, escucha, no nos apartemos de la cuestión.
Vamos a conservar el robot hasta que Gloria sea mayor, y no se hable más de
este enojoso asunto.
Y con estas
palabras, salió de la habitación dando un bufido.
Dos días
después, la Sra. Weston encontró a su marido en la puerta.
--Tienes que
escuchar una cosa, George. Hay mala voluntad por el pueblo.
--¿Acerca de
qué? -preguntó el Sr. Weston entrando en el cuarto de baño y ahogando la
posible respuesta con el ruido del agua.
La Sra. Weston
esperó a que cesara. Después dijo: --Acerca de Robbie.
Weston avanzó un
paso con la toalla en la mano, el rostro colorado y colérico.
--¿Qué diablos
estás diciendo?
--La cosa se ha
ido formando y formando... He tratado de cerrar los ojos y no verlo, pero no
puedo más.
Todo el pueblo
considera a Robbie peligroso. No dejan acercarse aquí a los chiquillos.
--Nosotros le
confiamos "nuestra" hija.
--La gente no
razona, ante estas cosas.
--¡Pues que se
vayan al diablo!
--Decir esto no
resuelve el problema. Yo tengo que comprar allí. Tengo que ver a los vecinos
cada día. Y estos días es peor cuando se habla de robots. Nueva York acaba de
dictar la orden prohibiendo que los robots salgan a la calle entre la puesta y
la salida del sol.
--Muy bien, pero
no pueden impedirnos tener un robot en nuestra casa, Grace. Esto es una de tus
campañas. La conozco. Pero la respuesta es la misma. ¡No! Seguiremos teniendo a
Robbie.
Y no obstante,
quería a su mujer; y, lo que era peor aún, su mujer lo sabía. George Weston, al
fin y al cabo, no era más que un hombre, ¡el pobre!, y su mujer echaba mano de
todos los artilugios que el sexo más torpe y escrupuloso ha aprendido, con
razón e inútilmente, a temer. Diez veces durante la semana que siguió, tuvo
ocasión de gritar: "¡Robbie se queda... y se acabó!", y cada vez lo
decía con menos fuerza y acompañado de un gruñido más plañidero.
Llegó finalmente
el día en que Weston se acercó tímidamente a su hija y le propuso una sesión de
visivoz en el pueblo.
--¿Puede venir
Robbie?
--No, querida
-dijo él estremeciéndose al sonido de su voz-, no admiten robots en el visivoz,
pero podrás contárselo todo cuando volvamos a casa. -Dijo las últimas palabras
balbuceando y miró a lo lejos.
Gloria regresó
del pueblo hirviendo de entusiasmo, porque el visivoz era realmente un
espectáculo magnífico.
Esperó a que su
padre metiese el coche a reacción en el garaje subterráneo y dijo:
--Espera que se
lo cuente a Robbie, papá. Le hubiera gustado mucho. Especialmente cuando
Francis Fran retrocedía tan sigilosamente y tropezó con uno de los
Hombres-Leopardo y tuvo que huir. -Se rió de nuevo-. Papá, ¿hay verdaderamente
hombres-leopardo en la Luna?
--Probablemente,
no -dijo Weston distraído-. Es sólo fantasía.
No podía
entretenerse ya mucho con el coche. Tenía que afrontar la situación. Gloria
echó a correr por el césped.
--¡Robbie!
¡Robbie!
De repente se
detuvo al ver un magnífico perro de pastor que la miraba con ojos dulces,
moviendo la cola.
--¡Oh, que perro
más bonito! -dijo Gloria subiendo los escalones del porche y acariciándolo
cautelosamente-. ¿Es para mí, papá?
--Sí, es para
ti, Gloria -dijo su madre, que acababa de aparecer junto a ellos-. Es muy
bonito, y muy bueno. Le gustan las niñas.
--¿Y sabe jugar?
--¡Claro! Sabe
hacer la mar de trucos. ¿Quieres ver algunos?
--En seguida.
Quiero que lo vea Robbie también. ¡"Robbie"!... -Se detuvo,
vacilante, y frunció el ceño-
Apostaría a que
se ha encerrado en su cuarto, enojado conmigo porque no le he llevado al
visivoz. Tendrás que explicárselo, papá. A mí quizá no me creería, pero si se
lo dices tú sabrá que es verdad.
Weston se mordió
los labios. Miró a su mujer, pero ella apartaba la vista.
Gloria dio
rápidamente la vuelta y bajó los escalones del sótano al tiempo que gritaba:
--¡Robbie..., ven a ver lo que me han traído papá y mamá! ¡Me han comprado un
perro, Robbie!
Al cabo de un
instante, había regresado asustada.
--Mamá, Robbie
no está en su habitación. ¿Dónde está? -No hubo respuesta; George Weston tosió
y se sintió repentinamente interesado por una nube que iba avanzando
perezosamente por el cielo. La voz de Gloria estaba preñada de l+agrimas-.
¿Dónde está Robbie, mamá?
La Sra. Weston
se sentó y atrajo suavemente a su hija hacia ella.
--No te importe,
Gloria. Robbie se ha marchado, me parece.
--¿Marchado?...
¿Adónde? ¿Adónde se ha marchado, mamá?
--Nadie lo sabe,
hijita. Se ha marchado. Lo hemos buscado y buscado por todas partes, pero no lo
encontramos.
--¿Quieres decir
que no va a volver nunca más? -sus ojos se redondeaban por el horror.
--Quizá lo
encontraremos pronto. Seguiremos buscándolo. Y entretanto puedes jugar con el
perrito. ¡Míralo! Se llama "Relámpago" y sabe...
Pero Gloria
tenía los párpados bañados en lágrimas.
--¡No quiero el
perro feo! ¡Quiero a Robbie! ¡Quiero que me encuentres a Robbie!
Su desconsuelo
era demasiado hondo para expresarlo con palabras, y prorrumpió en un ruidoso
llanto. La Sra. Weston pidió auxilio a su marido con la mirada, pero él seguía
balanceando rítmicamente los pies y no apartaba su ardiente mirada del cielo,
de manera que tuvo que inclinarse para consolar a su hija.
--¿Por qué
lloras, Gloria? Robbie no era más que una máquina, una máquina fea... No tenía
vida.
--¡No era una
máquina! -gritó Gloria con fuego-. Era una persona como tú y como yo y además
era mi amigo. ¡Quiero que vuelva! ¡Oh, mamá, quiero que vuelva...!
La madre gimió,
sintiéndose vencida, y dejó a Gloria con su dolor.
--Déjala que
llore a su gusto -le dijo a su marido-; el dolor de los chiquillos no es nunca
duradero. Dentro de unos días habrá olvidado que aquel espantoso robot haya existido.
Pero el tiempo
demostró que la Sra. Weston había sido demasiado optimista. Desde luego, Gloria
dejó de llorar, pero dejó de sonreír y cada día se mostraba más triste y
silenciosa. Gradualmente, su actitud de pasiva infelicidad fue minando a Sra. Weston
y lo único que la retenía de ceder, era su incapacidad de confesar la derrota a
su marido.
Hasta que una
noche, entró en el "living", se sentó y se cruzó de brazos,
desalentada. Su marido estiró el cuello para verla por encima del periódico.
--¿Qué te pasa,
Grace?
--Es esta
chiquilla, George. He tenido que devolver el perro hoy. Gloria me dijo que no
podía soportar verlo. Hará que tenga un ataque de nervios.
Weston dejó el
periódico a un lado y un destello de esperanza apareció en sus ojos.
--Quizá ...,
quizá tendríamos que volver a pedir a Robbie. Es posible, sabes... Puedo hablar
con...
--¡No!
-respondió ella secamente-. No quiero oír hablar de él. No vamos a ceder tan
fácilmente. Mi hija no tiene que ser criada por un robot, aunque necesite años
para quitárselo de la cabeza.
Weston volvió a
tomar el periódico con aire decepcionado.
--Un año así y
tendré el cabello prematuramente gris.
--No eres de
gran ayuda, George -fue la glacial contestación-. Lo que Gloria necesita es un
cambio de ambiente. Aquí no puede olvidar a Robbie, desde luego. ¿Cómo puede
olvidarlo si cada árbol y cada roca se lo recuerda? Es realmente la situación
más tonta de que he oído hablar. ¡Imagínate una criatura desfalleciendo por la
pérdida de un robot!
--Bien, vamos al
grano. ¿Cuál es el cambio de ambiente que planeas?
--Vamos a
llevarla a Nueva York.
--¡En agosto!
Oye, ¿sabes lo que representa Nueva York en agosto? ¡Es insoportable!
--Hay millones
que lo soportan.
--No tienen un
sitio como éste donde estar. Si no tuviesen que quedarse en Nueva York, no se
quedarían.
--Pues nosotros
tendremos que quedarnos también. Vamos a salir en seguida, en cuanto hayamos
hecho los preparativos. En Nueva York, Gloria encontrará suficientes
distracciones y suficientes amigos para hacerle olvidar esta máquina.
--¡Oh, Dios
mío!... -gruñó el infeliz marido-. ¡Aquellos pavimentos abrasadores!
--Tenemos que ir
-fue la implacable respuesta-. Gloria ha perdido dos kilos este mes y la salud
de mi hijita es más importante para mí que tu comodidad.
--Es una lástima
que no hayas pensado en la salud de tu hijita antes de privarla de su querido
robot -murmuró él..., para sí mismo.
Gloria dio
inmediatamente síntomas de mejoría en cuanto oyó hablar del inminente viaje a
la ciudad. Hablaba poco de él, pero cuando lo hacía era siempre con vivo entusiasmo.
Comenzó de nuevo a sonreír y a comer con su precedente apetito.
La Sra. Weston
no cabía en sí de júbilo y no perdía ocasión de demostrar su triunfo sobre su
todavía escéptico marido.
--¿Lo ves,
George? Ayuda a hacer el equipaje como un angelito y charla como si no hubiese
tenido un disgusto en su vida. Es lo que te dije, lo que necesitaba era fijar
su interés en otra cosa.
--¡Ejem!...
-respondió el marido, escéptico-. Esperemos que así sea.
Los preliminares
se hicieron rápidamente. Se tomaron las disposiciones para el alojamiento en la
ciudad y un matrimonio quedó encargado del cuidado de la casa de campo. Cuando
finalmente llegó el día de la marcha, Gloria había vuelto a ser la misma de
antes y ni la menor alusión de Robbie pasó por sus labios.
Con el mejor
humor, la familia tomó un taxigiro hasta el aeropuerto (Weston hubiera
preferido ir en su autogiro, pero era sólo un dos plazas y no había sitio para
el equipaje) y entraron en el avión que esperaba para salir.
--Ven, Gloria,
te he reservado un sitio al lado de la ventana para que veas el paisaje.
Gloria ocupó el
sitio indicado, aplastó su naricilla contra el grueso vidrio y miró con un
interés que aumentó al comenzar a rugir los motores. Era demasiado pequeña para
asustarse cuando la tierra empezó a alejarse a sus pies y sintió aumentar el
doble de su peso. Sólo cuando la tierra hubo cambiado de aspecto y se convirtió
en una vasta manta de cuadros de colores, apartó la nariz del vidrio y se
volvió hacia su madre.
--¿Llegaremos
pronto a la ciudad, mamá? -preguntó rascándose la nariz helada y observando
cómo se desvanecía la mancha opaca que su aliento había dejado en la ventana.
--Dentro de
media hora, hija mía. ¿No estás contenta de que vayamos? -añadió con sólo un
leve tono de ansiedad en la voz-. ¿No vas a ser muy feliz en la ciudad, con los
edificios y la gente y tantas cosas que ver? Iremos al visivoz cada día, y al
teatro, y al circo y a la playa, y...
--Sí, mamá -fue
la respuesta sin entusiasmo de la chiquilla. La nave pasaba en aquel momento
sobre un mar de nubes y Gloria quedó en el acto absorbida en la contemplación
de aquella masa que tenía a sus pies. Después volvieron a encontrarse en medio
de un cielo azul y se volvió hacia su madre con un súbito aire misterioso de
secreto.
--Ya sé por qué
vamos a la ciudad, mamá.
--¿Sí, hija mía?
-dijo Sra. Weston intrigada-. ¿Y por qué?
--No me lo has
dicho porque querías darme una sorpresa, pero lo sé.
-Quedó un
momento sumida en la admiración de su aguda perspicacia y después se echó a
reír alegremente-. Vamos a Nueva York porque allí podremos encontrar a Robbie,
¿no es verdad? Con detectives.
La suposición
pilló a George Weston en el momento de beber un vaso de agua, con desastrosos
resultados. Hubo una especie de ronquido, un géiser de agua y una tos de
alguien que se ahoga. Cuando todo hubo terminado, ofreció el aspecto de una
persona profundamente contrariada, tenía el rostro colorado y estaba mojado de
pies a cabeza.
La Sra. Weston
mantuvo su compostura, pero cuando Gloria hubo repetido su pregunta con el
ansia redoblada en la voz, su mal humor triunfó.
--Quizá -repitió
secamente-. Y ahora siéntate y estate quieta, por el amor de Dios.
Nueva York, en
1998, era para el visitante un paraíso superior a lo que había sido siempre.
Los padres de Gloria se dieron cuenta de ello y sacaron el mejor partido
posible.
Por orden
estricta de su mujer, Weston había tomado las disposiciones necesarias para que
sus negocios marchasen solos por algún tiempo, a fin de estar libre y poder
dedicar el tiempo a lo que él llamaba "salvar a Gloria del borde del
abismo". Como era costumbre en Weston, lo hizo de aquella forma precisa,
minuciosa y eficiente que era propia de él. Antes de que hubiese transcurrido
un mes, nada de lo que podía hacerse había dejado de ser hecho.
Gloria fue
llevada al último piso del Roosevelt Building, que medía casi un kilómetro de
altura, y desde donde se gozaba del abigarrado panorama de los edificios que se
extendían hasta los campos de Long Island y las tierras llanas de Nueva Jersey.
Visitaron los
jardines zoológicos, donde Gloria contempló con emocionado temor un
"verdadero león vivo" (con la consiguiente decepción de ver que los
guardianes lo alimentaban con trozos de carne cruda y no con seres humanos,
como ella esperaba), y pidió con insistencia y de manera perentoria ver
"la ballena".
Los diversos
museos contribuyeron también a llamar su atención, así como parques, playas y
el acuario.
Llevaron a
Gloria hasta medio curso del Hudson en un barco especialmente decorado, que
evocaba el arcaísmo de los años veinte. Viajó por la estratosfera en una salida
de exhibición y vio el cielo ponerse de color de púrpura, las estrellas
destacar en el firmamento y la Tierra nebulosa tomar bajo ellos el aspecto de
una gran taza cóncava. Una nave submarina de paredes transparentes le hizo
visitar las aguas de Long Island y vio aquel mundo verde y tembloroso, y los
monstruos marinos acercarse a ella y huir después atemorizados.
En un terreno
más prosaico, la Sra. Weston la llevó a los grandes almacenes, donde pudo soñar
de nuevo a su antojo.
En resumen,
cuando el mes hubo casi transcurrido, los Weston estaban convencidos de haber
hecho cuanto era humanamente posible para quitarle de la cabeza al desaparecido
Robbie, pero no estaban muy seguros de haberlo conseguido.
El hecho cierto
era que dondequiera que llevasen a Gloria, desplegaba el más vivo interés por
todos los robots que se le ponían delante. Por muy interesante que fuese el
espectáculo a que asistía, por nuevo que fuese a sus ojos infantiles, su mirada
se fijaba implacablemente en cualquier parte donde viese un movimiento
metálico.
La situación
alcanzó su apogeo con el episodio del Museo de Ciencia y de Industria. El Museo
había anunciado un "programa infantil" especial donde tenían que
hacerse demostraciones de magia científica reducidas a la escala de la
mentalidad infantil. Los Weston, desde luego, pusieron el espectáculo en la
lista de "indispensables".
Los Weston
estaban completamente absorbidos por los experimentos de un potente electroimán
cuando la Sra. Weston se dio súbitamente cuenta de que Gloria no estaba con
ellos. El pánico inicial se convirtió en metódica decisión y con la ayuda de
tres empleados se comenzó una minuciosa búsqueda.
Gloria, por su
parte, no era de esas chiquillas que rondan al azar. Para su edad, era inusitadamente
decidida, saturada de idiosincrasia maternal, a este respecto. En el tercer
piso había visto un gran cartel con una flecha y la indicación "Al Robot
Parlante", y después de haberlo deletreado sola y observando
que sus padres
no parecían decididos a avanzar en aquella dirección, hizo lo que consideró
indicado. Esperando un momento de distracción paterna, dio media vuelta y
siguió la flecha.
El Robot
Parlante era verdaderamente un "tour de force"; pero un artefacto
totalmente inútil, sin más valor que el publicitario. Cada hora, un grupo de
visitantes escoltados por un empleado se detenía delante del robot y hacía
preguntas al ingeniero encargado del robot, con discretos susurros. Las que el
ingeniero juzgaba aptas para ser contestadas por los circuitos del robot, le
eran transmitidas. Era una tontería. Puede ser muy interesante saber que el
cuadrado de catorce es ciento noventa y seis, que la temperatura en este
momento es de 28° centígrados, que la presión del aire acusa 750mm de mercurio,
y que el peso atómico del sodio es 23, pero para esto, en realidad, no se
necesita un robot. No se necesita, en especial, una enorme masa inmóvil de
alambres y espirales que ocupa veinticinco metros cuadrados.
Pocos eran los
que hacían una segunda experiencia, pero una chiquilla de unos diez años estaba
tranquilamente sentada en un banco esperando la tercera exhibición. Era la
única persona que había en la sala cuando Gloria entró, pero no la miró. Para
ella, en aquel momento otro ser humano era un ejemplar completamente
despreciable. Consagraba su atención a aquel objeto lleno de ruedas dentadas
De momento,
vaciló con cierto desaliento. Aquello no se parecía a ninguno de los robots que
ella había visto. Cautelosamente, vacilando, levantó su débil voz.
--Por favor, Sr.
Robot, perdone, ¿es usted el Robot Parlante?
No estaba muy
segura de ello, pero le parecía que un robot que hablaba merecía toda clase de
consideraciones (Por el delgado rostro de la muchacha de diez años pasó una
mirada de intensa concentración. Sacó un carnet de notas del bolsillo y comenzó
a escribir rápidamente).
Se oyó un girar
de mecanismos bien engrasados y una voz metálica lanzó unas palabras que
carecían de acento y entonación.
--Yo-soy-el-robot-parlante.
Gloria lo miró
contrariada. "Hablaba", pero el sonido venía de dentro. No había
rostro al cual hablar.
--¿Puede usted
ayudarme, Sr. robot? -dijo.
El Robot
Parlante estaba construido para contestar preguntas, pero sólo las preguntas
que se podían hacer. Confiado en su capacidad, sin embargo, respondió:
--Puedo-ayudarle.
--Gracias, Sr.
Robot. ¿Ha visto usted a Robbie?
--¿Quién-es-Robbie?
--Un robot, Sr.
Robot, señor -se puso de puntillas-. Es así de alto, pero más alto, y muy
bueno. Tiene cabeza, sabe... Bueno, usted no tiene, pero él sí.
--¿Un robot?...
-preguntó el Robot Parlante un poco perplejo.
--Sí, señor
Robot. Un robot como usted, salvo que, naturalmente, no sabe hablar y que...,
parece una persona de veras.
--¿Un-robot-como-yo?
--Sí, señor
Robot.
A lo cual el
robot parlante sólo contestó con un ruido de engranajes y un sonido
incoherente. Trató de ponerse lealmente a la altura de su misión y se fundieron
media docena de bobinas. Zumbaron algunas señales de alarma.
(En aquel
momento la muchacha de diez años se marchó. Tenía bastante para su primer
artículo sobre "Aspectos Prácticos del Robotismo". Era el primero de
los varios que tenía que escribir Susan Calvin sobre este tema).
Gloria
permanecía de pie con mal disimulada impaciencia, esperando la respuesta del
robot, cuando oyó un grito detrás de ella.
--¡Allí está! -Y
en el acto reconoció la voz de su madre-. ¿Qué estás haciendo aquí, mala
muchacha? -exclamó, su ansiedad transformándose en el acto en cólera-. ¿No
sabes el miedo que has hecho pasar a papá y mamá? ¿Por qué te has escapado?
El ingeniero del
robot había aparecido también, mesándose los cabellos y preguntando quién
diablos había estropeado la máquina.
--¿Es que no
saben ustedes leer? ¿No saben que no tienen derecho a estar aquí sin ir
acompañados?
Gloria levantó
su ofendida voz.
--He venido sólo
a ver el Robot Parlante, mamá. Pensé que quizá sabría dónde estaba Robbie,
puesto que los dos son robots. -Y al aparecer en su mente el recuerdo de
Robbie, estalló en una tempestad de lágrimas-. ¡Tengo que encontrar a Robbie,
mamá, tengo que encontrarlo!
--¡Ah, Dios mío,
esto es más de lo que soy capaz de soportar! -exclamó la Sra. Weston ahogando
un grito-. ¡Volvamos a casa, George!
Aquella tarde,
George se ausentó durante algunas horas y a la mañana siguiente se acercó a su
mujer en una actitud sospechosamente complaciente.
--He tenido una
idea, Grace.
--¿Sobre qué?
-preguntó ella con soberana indiferencia.
--Sobre Gloria.
--¿No vas a
proponer devolverle el robot?
--No, desde
luego que no.
--Entonces,
sigue. No tengo inconveniente en escucharte. Nada de lo que hemos hecho parece
haber servido de nada.
--Muy bien. He
aquí lo que he estado pensando. El gran mal de Gloria es que piensa en Robbie
como persona y no como máquina. Naturalmente, no puede olvidarlo. Ahora bien,
si conseguimos convencer a Gloria de que su Robbie no era más que un amasijo de
acero y cobre en forma de planchas y que el jugo de su vida no era más que
hilos y electricidad, ¿cuánto tiempo duraría su anhelo? Es la forma psicológica
de ataque, si entiendes lo que quiero decir.
--¿Y cómo
pretendes conseguirlo? --Simplemente, ¿dónde imaginas que fui, anoche? He
persuadido a Robertson, de la U. S. Robots & MechanicáMen Inc., que nos
permita realizar mañana una visita completa de sus talleres. Iremos los tres y
una vez hayamos terminado la visita, Gloria estará convencida de que un robot no
es una cosa viva.
Los ojos de la
Sra. Weston habían ido agrandándose progresivamente, delatando una súbita y
profunda admiración.
--¡Pero..
George..., esto es una excelente idea!
Los botones de
la chaqueta de George Weston tiraron con fuerza.
--Es de las que
tengo yo... -dijo.
El señor
Struthers era un director general concienzudo y naturalmente inclinado a ser un
poco locuaz. Esta combinación dio por resultado una visita que fue totalmente,
quizá con exceso, explicada en todas sus fases.
Sin embargo,
Sra. Weston no se aburría. Al contrario, más de una vez se detuvo e insistió en
que explicase detalladamente algo en un lenguaje suficientemente claro para que
Gloria lo entendiese. Bajo la influencia de esta apreciación de sus facultades
narrativas, el señor Struthers se sintió comunicativo y se extendió con mayor
genialidad todavía, si cabe. Incluso George Weston demostraba una creciente
impaciencia.
--Perdóneme,
Struthers -dijo, interrumpiendo una conferencia sobre la célula fotoeléctrica-;
¿no tienen ustedes una sección donde sólo se emplee mano de obra robot?
--¡Oh, sí; sí,
desde luego! -dijo sonriendo a Sra. Weston-. Un círculo vicioso, en cierto
modo; robots creando robots. Desde luego, no hacemos una práctica general de
ello. En primer lugar, porque los sindicatos no nos lo permitirían. Pero
conseguimos poder utilizar algunos robots como mano de obra robot, únicamente
como una especie de experimento científico Comprenda... -prosiguió golpeándose
la palma de la mano con sus lentes para dar paso a su argumentación-, lo que
los sindicatos no comprenden -y lo dice un hombre que ha simpatizado siempre
con la obra sindical en general- es que el
Advenimiento del
robot, aun cuando aportando al empezar alguna dislocación en el trabajo, tendrá
inevitablemente que...
--Si, Struthers
-dijo Weston-, pero esta sección de que habla usted, ¿podemos verla? Debe de
ser muy interesante, estoy seguro.
--¡Sí, sí, desde
luego! - el Sr. Struthers se puso los lentes con un movimiento convulsivo y
soltó una tosecita de desaliento. Síganme, por favor.
Mientras
siguieron un largo corredor y bajaron un tramo de escaleras, Struthers,
precediendo a los demás, estuvo relativamente tranquilo. Después, una vez
hubieron entrado en una vasta habitación intensamente iluminada donde reinaba
el zumbido de una mecánica actividad, se abrieron las compuertas y desbordó el
chorro de sus explicaciones.
--Aquí lo tiene
usted -dijo con el orgullo impreso en su voz-. ¡Sólo robots! Cinco hombres
actúan como inspectores y no tienen siquiera que estar en esta habitación. En
cinco años, es decir, desde que inauguramos este sistema, no ha ocurrido un
solo accidente. Desde luego, los robots aquí reunidos son relativamente
sencillos, pero...
La voz del
director general se había convertido hacía tiempo ya en un murmullo
tranquilizador a los oídos de Gloria. Toda aquella visita le parecía aburrida e
inútil, a pesar de que hubiese muchos robots a la vista. Ninguno de ellos era
ni remotamente como Robbie, y los contemplaba con manifiesto desdén. Vio que en
aquella habitación no había ser viviente. Entonces sus ojos se fijaron en seis
o siete robots que trabajaban activamente en una mesa redonda en el centro de
la sala, y se apartaron con una sorpresa de incredulidad. La sala era
espaciosa.
Gloria no podía
verlo bien, pero uno de los robots parecía... parecía... ¡"era"!
--¡Robbie! -El
grito rasgó el aire y uno de los robots se estremeció y dejó caer la
herramienta que manejaba.
Gloria estaba
como loca de alegría.
Metiéndose por
debajo de la barandilla antes de que sus padres pudiesen impedirlo, saltó al
suelo, situado algunos palmos más abajo y corrió hacia Robbie, con los brazos
abiertos y el cabello flotando. Y en aquel momento, las tres personas mayores
vieron horrorizadas, al tiempo que quedaban paralizadas de espanto, lo que la
chiquilla no vio: un enorme tractor que avanzaba a ciegas, siguiendo el camino
que tenía trazado.
Weston necesitó
una fracción de segundo para volver en sí, pero aquella fracción de segundo lo
representó todo porque Gloria ya no podía ser salvada, todo era claramente
inútil.
Struthers hizo
una rápida seña a los inspectores para que detuviesen el tractor, pero los
inspectores no eran más que seres humanos y necesitaron tiempo para actuar.
Sólo fue Robbie
quien actuó rápidamente y con precisión.
Devorando con
sus piernas de metal el espacio que lo separaba de su amita, se lanzó hacia
ella viniendo de la dirección opuesta. Todo ocurrió en un instante. Extendiendo
el brazo, Robbie agarró a Gloria sin moderar su marcha en lo más mínimo y
dejándola, por consiguiente, sin aire en los pulmones. Weston, sin comprender
muy bien lo que ocurría, sintió, más que vio, a Robbie pasar por su lado como
un alud y detenerse en seco. El tractor cortó el camino donde había estado
Gloria, medio segundo después de que Robbie la hubo arrastrado tres metros, y se
detuvo con un chirrido metálico y prolongado.
Gloria recobró
el aliento, fue sometida a una serie de apasionados abrazos y caricias por
parte de sus padres y se volvió emocionada hacia Robbie. Para ella no había
ocurrido nada, salvo que había encontrado a su amigo.
Pero la
expresión de Sra. Weston había pasado de la franca alegría a la de una sombría
suspicacia. Se volvió hacia su marido, y, pese a su descompuesto y alterado
aspecto, consiguió adoptar una actitud formidable.
--¿Tú..., has
preparado esto, verdad...?
George Weston se
secaba la abrasada frente con un pañuelo. Su mano temblaba y sus labios sólo
conseguían esbozar una sonrisa sumamente tenue.
--Robbie no
estaba construido para un trabajo de ingeniería o construcción prosiguió la
Sra. Weston siguiendo sus ideas-. No podía serles de ninguna utilidad. Lo has
hecho colocar aquí a fin de que Gloria pudiese encontrarlo. Ya lo sabes...
--Pues, sí...
-dijo Weston-. Pero ¿cómo iba a saber yo que el encuentro tenía que ser tan
violento? Y Robbie le ha salvado la vida; esto tienes que reconocerlo. ¡No
puedes volverlo a despedir!
Grace Weston
reflexionó. Se volvió hacia Gloria y Robbie y los contempló pensativa algún
tiempo. Gloria había pasado sus brazos alrededor del cuello del robot y hubiera
asfixiado a cualquiera que no hubiese sido de metal, mientras murmuraba
palabras sin sentido con un frenesí casi histérico. Los brazos de acero cromado
de Robbie (capaces de convertir en un anillo una barra de acero de cinco centímetros
de diámetro) abrazaban cariñosamente a la chiquilla y sus ojos brillaban con un
rojo intenso y profundo.
--Bien -dijo
Grace Weston, finalmente-. ¡Por mí puede quedarse hasta que se oxide!
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