actividad 4
El capítulo 2 “La horrible Medusa”, no se corresponde con un pasaje del mito. Fue agregado para poder presentar a medusa y resaltar sus características. ¿Podrías dibujar a este personaje a partir de la descripción que escuchás en el capítulo 2?
Algunos hechos que se relatan en el mito no aparecen en el radioteatro. Algunos hechos que se relatan en el radioteatro no aparecen en el mito. Te invito a descubrirlos: Hechos del mito que no aparecen en el radioteatro………………………. Hechos mencionados en el radioteatro que no aparecen en el mito………………
ACTIVIDAD 3
Para poder realizar esta producción, los chicos debieron
crear algunos diálogos y descripciones para que el oyente pudiera imaginar los lugares y personajes.
¿Te animás a descubrir en el mito los diferentes capítulos del radioteatro?
ACTIVIDAD 2
A continuación vas a escuchar un radioteatro creado por alumnos de 1° Año. ¿Aparecen todos los personajes que identificaste en el Mito?
AUDIO 1
ACTIVIDAD N°1
Lee atentamente el mito "Dánae y Perseo".
1. Identificá durante la lectura los personajes que aparecen.
2.¿Conocías alguno de estos personajes?
3.¿Dónde los habías visto?
MITO: DÁNAE Y PERSEO. LECTURA 1° AÑO
Dánae y Perseo
ACTIVIDAD 8
Les propongo leer otro cuento policial.
Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)
Un caso de identidad (1891)
(“A Case of Identity”)
Originalmente publicado en The Strand Magazine (septiembre 1891);
The Adventures of Sherlock Holmes
(Londres: George Newnes Ltd, 1892, 307 págs.)
—Querido amigo —me dijo Sherlock Holmes, sentados ambos a uno y otro lado de la chimenea de su apartamento de Baker Street—, la vida es infinitamente más extraña que cuanto pueda inventar la mente humana. No nos atreveríamos a concebir ciertas cosas que en la realidad son habituales en nuestra existencia. Si pudiéramos salir volando por la ventana cogidos de la mano, sobrevolar esta gran ciudad, levantar con cuidado los tejados y fisgar las raras cosas que suceden, las extrañas coincidencias, los proyectos, los malentendidos, las extraordinarias cadenas de acontecimientos que actúan a lo largo de generaciones y desembocan en los resultados más outré, ello haría que todas las historias de ficción, con sus convencionalismos y sus previsibles conclusiones, nos parecieran rancias e inútiles.
—Pues yo no estoy convencido de que sea así —repliqué—. Los casos que aparecen en los periódicos son, por lo general, bastante anodinos y vulgares. En los informes de nuestra policía encontramos el realismo llevado a sus últimos límites, y hay que confesar, sin embargo, que el resultado no es fascinante ni artístico.
—Para lograr un efecto realista hay que valerse de cierta discreción e ingenio —observó Holmes—. Esto es lo que falla en los informes policiales, donde tal vez se pone más énfasis en los largos sermones del magistrado que en los detalles que, para un buen observador, encierran lo esencial y vital del caso. Tenga la seguridad de que no hay nada tan poco natural como lo vulgar y común.
Sonreí y negué con la cabeza.
—Entiendo perfectamente que piense así —dije—. Desde luego, en su condición de asesor extraoficial y apoyo de todo aquel que se encuentra absolutamente desconcertado, a lo largo y ancho de tres continentes, entra usted en contacto con los casos más extraños e insólitos. Pero veamos —y recogí del suelo el periódico de la mañana—. Vamos a hacer una prueba práctica. Este es el primer titular que me salta a la vista: «Crueldad de un marido con su mujer». Hay media columna de texto, pero, sin leerlo, sé que todo me va a resultar familiar. Tenemos, claro está, la otra mujer, la bebida, los insultos, los golpes, las lesiones, la hermana o la casera compasiva. Ni el menos imaginativo de los escritores podría inventar algo más obvio.
—Pues ha elegido usted un ejemplo sumamente desacertado para apoyar su teoría —dijo Holmes, mientras cogía el periódico y le echaba una ojeada—. Se trata del caso de separación de los Dundas, y me he dedicado a esclarecer algunos detalles relacionados con él. El marido era abstemio, no había otra mujer, y el motivo de queja de la esposa era que él había adquirido la costumbre de concluir todas las comidas quitándose la dentadura postiza y arrojándola contra ella, lo cual reconocerá usted que no es la clase de actuación que se le puede ocurrir a un novelista corriente. Tome una pizca de rapé, doctor, y admita que le he marcado un tanto.
Me alargó su cajita de rapé de oro viejo, con una gran amatista en el centro de la tapa. Su magnificencia contrastaba de tal modo con la vida sencilla y las costumbres hogareñas de mi amigo que no pude evitar un comentario.
—¡Ah! —me dijo—. Olvidaba que llevamos semanas sin vernos. Es un pequeño recuerdo del rey de Bohemia, como pago de mi ayuda en el caso de Irene Adler.
—¿Y el anillo? —pregunté, contemplando un espléndido brillante que resplandecía en su dedo.
—Pertenecía a la familia real de Holanda, pero el asunto en que le presté mis servicios es tan delicado que no puedo confiárselo ni siquiera a usted, que ha tenido la gentileza de reseñar un par de mis problemillas.
—¿Y tiene ahora algún caso entre manos? —pregunté con curiosidad.
—Diez o doce, pero ninguno que presente aspectos interesantes. Son importantes, sabe, pero no tienen interés. En realidad, he descubierto que suele ser en cuestiones poco importantes donde hay mayor campo para la observación y para el rápido análisis de causa y efecto que constituyen el atractivo de una investigación. Los delitos más importantes tienden a ser los más simples, pues cuanto más notorio es el crimen más evidente es, por regla general, su motivo. En los presentes casos, salvo en un asunto bastante intrincado que me han encargado desde Marsella, no hay el menor rastro de interés. No obstante, es posible que disponga de algo mejor antes de que transcurran unos minutos, pues, o mucho me equivoco, o aquí tenemos a uno de mis clientes.
Se había levantado de su silla y estaba de pie ante el hueco que quedaba entre las dos cortinas, observando la grisácea y monótona calle londinense. Atisbé por encima de su hombro y vi en la acera de enfrente a una mujer corpulenta, con una gruesa estola de piel alrededor del cuello y una gran pluma roja prendida a un sombrero de ala ancha, que llevaba coquetonamente inclinado sobre la oreja, a la manera de la duquesa de Devonshire. Bajo esa gran panoplia, la mujer miraba, nerviosa y dubitativa, hacia nuestra ventana, mientras su cuerpo oscilaba hacia delante y hacia atrás y sus dedos jugueteaban con los botones de sus guantes. De repente, en un súbito impulso, como el nadador que se lanza al agua, cruzó presurosa la calle y oímos un enérgico campanillazo.
—He visto en otras ocasiones estos síntomas —dijo Holmes, arrojando su cigarrillo al fuego—. Las oscilaciones en la acera delatan siempre un affaire de coeur. Le gustaría recibir un consejo, pero teme que el asunto sea demasiado delicado para confiárselo a nadie. Y, no obstante, también aquí hay que establecer distinciones. Cuando una mujer ha sido agraviada por un hombre, ya no oscila, y el síntoma habitual es un cordón de campanilla roto. En esta ocasión, podemos dar por seguro que se trata de un asunto amoroso, mas la muchacha no está tan indignada como perpleja y dolida. Pero aquí llega en persona para resolver nuestras dudas.
Mientras hablaba, sonó un golpe en la puerta y entró el botones para anunciar a la señorita Mary Sutherland, cuya figura se cernía sobre la pequeña figura negra del muchacho como un gran velero mercante tras un bote piloto. Sherlock Holmes la recibió con la espontánea cortesía que le caracterizaba y, tras cerrar la puerta e invitarla a acomodarse en un sillón, la examinó del modo minucioso y a la vez abstraído que le era peculiar.
—¿No le parece —dijo— que, dada su miopía, es un poco molesto escribir tanto a máquina?
—Al principio, sí —respondió ella—, pero ahora ya sé dónde están las letras sin necesidad de mirar el teclado.
Entonces, advirtiendo de pronto el alcance de las palabras de Holmes, se sobresaltó visiblemente y le miró con el temor y el asombro reflejados en su rostro ancho y afable.
—¡A usted le han hablado de mí, señor Holmes! —exclamó—. Si no, ¿cómo podría saber todo esto?
—No tiene importancia —dijo Holmes, riendo—. Mi oficio consiste en saber cosas. Tal vez me haya ejercitado en ver aquello que a otras personas les pasa inadvertido. De no ser así, ¿por qué habría acudido usted a consultarme?
—He acudido a usted, caballero, porque me habló de usted la señora Etherege, a cuyo marido encontró con tanta facilidad, cuando la policía y todo el mundo le daba ya por muerto. ¡Ojalá, señor Holmes, pueda hacer lo mismo por mí! No soy rica, pero dispongo de una renta de cien libras anuales, más lo poco que me saco con la máquina de escribir, y lo daría todo por saber qué ha sido del señor Hosmer Angel.
—¿Por qué ha venido a consultarme con tantas prisas? —preguntó Sherlock Holmes, juntando las puntas de los dedos y fijando los ojos en el techo.
De nuevo apareció una expresión de sobresalto en el rostro algo vacuo de la señorita Mary Sutherland.
—Sí, salí escopeteada de casa —dijo—, porque me indignó ver la tranquilidad con que lo tomaba todo el señor Windibank, o sea mi padre. Él no quería acudir a la policía, no quería acudir a usted, y finalmente, en vista de que no quería hacer nada y seguía diciendo que no había ocurrido nada malo, me he enfurecido y, tal como estaba, he venido directamente a verle.
—¿Su padre? —inquirió Holmes—. ¿Querrá decir su padrastro, ya que el apellido es diferente?
—Sí, mi padrastro. Le llamo padre. Aunque suena un poco raro, porque solo tiene cinco años y dos meses más que yo.
—Y su madre, ¿vive?
—Oh, sí, mamá vive y está bien. No me gustó demasiado, señor Holmes, que volviera a casarse tan pronto, después de morir mi padre, y con un hombre casi quince años más joven que ella. Mi padre era fontanero en Tottenham Court Road, y dejó un negocio rentable, que mi madre siguió llevando junto con el señor Hardy, el encargado, pero cuando apareció el señor Windibank le hizo vender el negocio, porque el suyo, tratante de vinos, era muy superior. Sacaron cuatro mil setecientas libras por la empresa y la clientela, que era mucho menos de lo que habría sacado mi padre de estar vivo.
Yo hubiera esperado que Sherlock Holmes se impacientara ante aquel relato disperso e incoherente, pero, muy al contrario, lo escuchaba con gran atención.
—Su pequeña renta —preguntó—, ¿procede de este negocio?
—Oh, no, señor. No tiene nada que ver y es un legado de mi tío Ned de Auckland. Está en valores neozelandeses, dan el cuatro y medio por ciento. Eran dos mil quinientas libras, pero solo puedo cobrar los intereses.
—Muy interesante —dijo Holmes—. Dado que dispone usted de una cantidad tan elevada como cien libras al año, junto con lo que gana escribiendo a máquina, sin duda viajará un poquito y se permitirá muchos caprichos. Creo que una señorita soltera puede arreglárselas muy bien con unos ingresos de sesenta libras.
—Yo podría arreglármelas con muchísimo menos, señor Holmes, pero usted comprenderá que mientras viva en casa no me gusta ser una carga para ellos, así que ellos manejan el dinero mientras yo esté allí. Desde luego, es solo por el momento. El señor Windibank cobra mis intereses cada cuatro meses y se los paga a mi madre, y yo me las compongo bien con lo que gano escribiendo a máquina. Son dos peniques por hoja, y a menudo puedo hacer quince o veinte hojas en un día.
—Me ha dejado muy claro cuál es su situación —dijo Holmes—. Le presento a mi amigo, el doctor Watson, ante el cual puede hablar con tanta libertad como ante mí. Ahora explíquenos, por favor, todo lo relativo a su relación con el señor Hosmer Angel.
El rubor cubrió el rostro de la señorita Sutherland, y tironeó nerviosa del borde de su chaqueta.
—Le conocí en el baile de los empleados del gas —dijo—. Le enviaban invitaciones a papá cuando vivía, y después se seguían acordando de nosotros y se las mandaban a mi madre. El señor Windibank no quería que fuéramos. Nunca quería que fuéramos a ninguna parte. Se ponía como loco si yo quería ir a una merienda de la escuela dominical. Pero esta vez yo estaba decidida a ir, e iba a ir porque ¿qué derecho tenía él a impedírmelo? Dijo que la gente no era adecuada para nosotras, cuando iban a estar allí todos los amigos de mi padre. Y dijo que yo no tenía nada adecuado para ponerme, cuando tenía mi vestido de felpa púrpura, que casi no había sacado del armario. Al final, cuando no se podía hacer nada más, se marchó a Francia para asuntos del negocio, pero mi madre y yo fuimos con el señor Hardy, que había sido nuestro encargado, y fue allí donde conocí al señor Hosmer Angel.
—Supongo —dijo Holmes— que cuando el señor Windibank regresó de Francia le enojó mucho que hubieran asistido al baile.
—Bueno, pues lo tomó de lo más bien. Recuerdo que se echó a reír, y se encogió de hombros, y dijo que no servía de nada negarle algo a una mujer, porque ella siempre se sale con la suya.
—Ya veo. Y he entendido que en el baile de los empleados de gas usted conoció a un caballero llamado Hosmer Angel.
—Sí, señor. Le conocí aquella noche, y vino al día siguiente para preguntar si habíamos llegado bien a casa, y después le vimos… Es decir, le vi yo dos veces para pasear, pero después mi padre regresó de otro viaje, y el señor Hosmer Angel ya no volvió a casa nunca más.
—¿No?
—Bueno, usted ya sabe, a mi padre no le gustan nada estas cosas. No quiere que haya ninguna visita si puede evitarlo, y dice a menudo que una mujer tiene que sentirse feliz en su propio círculo familiar. Pero, como le suelo decir yo a mi madre, una mujer quiere formar su propio círculo, y yo todavía no he conseguido el mío.
—Pero ¿qué ocurrió con el señor Hosmer Angel? ¿No hizo ningún intento de verla?
—Bueno, mi padre tenía que ir a Francia una semana después, y Hosmer me escribió que sería mejor y más seguro que no nos viéramos hasta que se hubiera marchado. Entretanto podíamos escribirnos, y él me solía escribir todos los días. Yo recogía las cartas por la mañana, de modo que mi padre no tenía por qué enterarse.
—¿Estaba usted entonces ya comprometida con el caballero?
—Oh, sí, señor Holmes. Nos comprometimos después del primer paseo que dimos. Hosmer… el señor Angel… era cajero en una oficina de Leadenhall Street, y…
—¿Qué oficina?
—Eso es lo peor, señor Holmes, que no lo sé.
—¿Y dónde vive, pues?
—Dormía en el mismo local.
—¿Y no conoce la dirección?
—No, solo sé que está en Leadenhall Street.
—Entonces ¿dónde le dirigía las cartas?
—A la estafeta de Leadenhall Street, donde él las iba a recoger. Decía que, si yo las mandaba a la oficina, los otros empleados le gastarían bromas por recibir cartas de una señorita, así que le propuse escribirlas a máquina, como hacía él con las suyas, pero no quiso, porque dijo que si las escribía a mano se notaba que venían de mí, pero que si las escribía a máquina siempre le parecía que la máquina se interponía entre nosotros dos. Eso le demostrará, señor Holmes, lo mucho que me quería y cómo se fijaba en los pequeños detalles.
—Esto sugiere muchas cosas —dijo Holmes—. Siempre ha sido un axioma para mí que los pequeños detalles son con diferencia lo más importante. ¿Recuerda algún otro pequeño detalle referente al señor Hosmer Angel?
—Era un hombre muy tímido, señor Holmes. Prefería pasear conmigo de noche que a la luz del día, porque odiaba llamar la atención. Era muy retraído y caballeroso. Hasta su voz era suave. De joven, me explicó, había tenido una infección de las amígdalas, y le había dejado la garganta débil, con un modo de hablar vacilante y como en susurros. Iba siempre bien vestido, muy aseado y muy correcto, pero sufría de la vista, justo lo mismo que yo, y llevaba gafas oscuras para protegerse del exceso de luz.
—Bien, ¿y qué ocurrió cuando el señor Windibank, su padrastro, regresó de Francia?
—El señor Hosmer Angel volvió a ir a casa y propuso que nos casáramos antes de que volviera mi padre. Estaba terriblemente serio y me hizo jurar, con las manos encima de la Biblia, que, pasara lo que pasara, yo le sería siempre fiel. Mi madre dijo que él tenía todo el derecho a hacerme jurar, y que esto era una muestra de su pasión. Desde el primer momento mi madre estuvo a su favor y hasta le estimaba más que yo. Entonces, cuando hablaron de que nos casáramos aquella misma semana, yo empecé a preguntar por mi padre, pero los dos dijeron que no me preocupara, que ya se lo explicaríamos después, y mi madre dijo que ya se ocuparía ella de arreglar las cosas con él. A mí aquello no me gustaba, señor Holmes. Resultaba raro que tuviera que pedirle su autorización, cuando solo tenía unos pocos años más que yo, pero yo no quería hacer nada a escondidas, de modo que escribí a mi padre a Burdeos, donde la compañía tiene sus oficinas en Francia, pero la carta me fue devuelta la misma mañana de la boda.
—Así pues, ¿no la recibió?
—No, señor, porque se había marchado hacia Inglaterra justo antes de que llegara.
—Qué mala suerte. De modo que su boda estaba prevista para el viernes. ¿Iba a ser en la iglesia?
—Sí, señor, pero muy discreta. Tenía que ser en Saint Saviour, cerca de King’s Cross, y después desayunaríamos en el hotel Saint Pancras. Hosmer fue a buscarnos en un cabriolé, pero como nosotras éramos dos, nos metió a las dos y él cogió otro, que parecía ser el único otro coche de punto que había en la calle. Nosotras llegamos primero a la iglesia, y, al llegar su carruaje, esperamos a que él se apeara, pero no lo hizo. Cuando el cochero bajó del pescante y miró dentro, ¡allí no había nadie! El cochero dijo que no tenía ni idea de lo que habría sido de él, porque lo había visto entrar con sus propios ojos. Esto fue el viernes pasado, señor Holmes, y desde entonces no he visto ni he oído nada que pueda arrojar alguna luz sobre lo que ha sido de Hosmer Angel.
—Tengo la impresión, señorita Sutherland —dijo Holmes—, de que la han tratado de un modo vergonzoso.
—¡Oh, no, señor! Él era demasiado bueno y demasiado considerado para abandonarme de ese modo. Durante toda la mañana no paró de decirme que, pasara lo que pasara, yo tenía que serle fiel, y que, si algo imprevisto nos separaba, yo tenía que recordar siempre que estaba comprometida con él, y que antes o después me exigiría que cumpliera este compromiso. Parece una conversación extraña para la mañana de una boda, pero lo que pasó después le da un significado.
—Desde luego que se lo da. ¿Su opinión personal es, pues, que le ha ocurrido una catástrofe imprevista?
—Sí, señor. Creo que él intuía algún peligro, o no habría hablado como lo hizo. Y creo que aquello que intuía le pasó.
—Pero ¿no tiene ni idea de lo que pudo ser?
—Ni idea.
—Una pregunta más. ¿Cómo se lo tomó su madre?
—Se enfadó mucho, y dijo que yo no tenía que volver a hablar nunca de lo que había pasado.
—¿Y su padre? ¿Se lo contaron?
—Sí. Y pareció creer, como yo, que había ocurrido algo, y que volvería a tener noticias de Hosmer. Como él dijo, ¿qué interés podía tener nadie en llevarme hasta la puerta de la iglesia y después abandonarme? Si me hubiera pedido dinero prestado, o si se hubiera casado conmigo y hubiéramos puesto mi dinero a su nombre, podría haber un motivo. Pero Hosmer era muy independiente respecto al dinero y nunca hubiera ni siquiera mirado un chelín mío. Pero entonces ¿qué puede haber pasado? ¿Y por qué no me ha escrito? ¡Oh, casi me vuelve loca pensar en ello y no pego ojo en toda la noche!
Sacó un pañuelito de su manguito y estalló en sollozos.
—Examinaré su caso —dijo Holmes, tranquilizador—, y no dudo que llegaremos a unas conclusiones definitivas. Ahora, deje que yo me ocupe enteramente de la cuestión, y no le siga dando vueltas. Y, sobre todo, procure que el señor Hosmer Angel se borre de su memoria, del mismo modo que se ha borrado de su vida.
—Entonces, ¿usted cree que no lo volveré a ver?
—Me temo que no.
—Pero ¿qué ha sido de él?
—Deje este asunto en mis manos. Me gustaría disponer de una detallada descripción de su persona y que me proporcionara todas las cartas enviadas por él que tenga en su poder.
—Puse un anuncio en el Chronicle del pasado sábado —dijo ella—. Aquí tiene el recorte y aquí tiene cuatro cartas suyas.
—Gracias. ¿Y la dirección de usted?
—El número 31 de Lyon Place, Camberwell.
—Ya me dijo que nunca supo las señas del señor Angel. ¿Dónde trabaja su padre?
—Mi padre viaja para Westhouse and Marbank, los grandes importadores de vinos de Burdeos de Fenchurch Street.
—Gracias. Ha expuesto usted su caso con gran claridad. Deje aquí los papeles y recuerde el consejo que le he dado. Considere todo el incidente como un capítulo cerrado y no permita que afecte el curso de su vida.
—Es usted muy amable, señor Holmes, pero no puedo hacerlo. Le seré fiel a Hosmer. Me encontrará esperándole cuando vuelva.
Pese a su absurdo sombrero y su rostro vacío, cierta nobleza en la inocente fe de nuestra visitante suscitaba nuestro respeto. Depositó los papeles encima de la mesa y se marchó, tras prometer que acudiría en cuanto la llamáramos.
Sherlock Holmes permaneció sentado en silencio unos minutos, con las yemas de los dedos todavía unidas, las piernas extendidas ante él y la mirada fija en el techo. Después cogió del estante la grasienta pipa de arcilla, que era para él una suerte de consejera, y, tras encenderla, se recostó de nuevo en su butaca, exhalando densas y azuladas espirales de humo, y con una expresión de infinita languidez en el rostro.
—Interesante objeto de estudio, esta muchacha —observó—. Más interesante que su problemilla, que, dicho sea de paso, es bastante vulgar. Si consulta usted mi índice, encontrará casos paralelos. Hubo uno en Andover el año 77, y otro algo similar en La Haya el ario pasado. No obstante, por vieja que sea la idea, ha habido un par de detalles que son nuevos para mí. Pero la propia muchacha presenta rasgos más instructivos.
—Al parecer ha visto en ella un montón de cosas para mí invisibles.
—Invisibles no, Watson, sino inadvertidas. No sabía usted dónde había que mirar y se le ha pasado por alto todo lo importante. No he conseguido convencerle de la importancia de las mangas, de lo que sugieren las uñas de los pulgares, de las grandes conclusiones que pueden derivarse del cordón de un zapato. Veamos, ¿qué ha observado usted en el aspecto de esta mujer? Descríbala.
—Bien, llevaba un sombrero de paja de ala ancha, color pizarra, con una pluma rojo teja. La chaqueta era negra, con abalorios negros y una orla de pequeños adornos de azabache. El vestido era marrón, bastante más oscuro que el café, con un detalle morado en el cuello y en los puños. Los guantes eran de un tono grisáceo y estaban desgastados en el índice de la mano derecha. No me he fijado en los zapatos. Llevaba unos pendientes de oro, pequeños y redondos, y en conjunto presentaba el aspecto de una persona bastante acomodada, con una vida vulgar, cómoda y sin preocupaciones.
Sherlock Holmes aplaudió suavemente y soltó una risita.
—¡Caramba, Watson, ha progresado maravillosamente! Lo ha hecho muy bien, de veras. Cierto que se le ha escapado todo lo importante, pero ha dado usted con el método y tiene buen ojo para los colores. No se fíe nunca de las impresiones generales, amigo mío, y concéntrese en los detalles. Lo primero que miro en una mujer son siempre las mangas. En un hombre quizá sea mejor empezar por las rodilleras. Como usted ha observado, esta mujer llevaba puños de terciopelo, y el terciopelo es un material perfecto para los rastros. Estaba perfectamente definida, justo por encima de la muñeca, la doble línea donde la mecanógrafa se apoya en la mesa. Una máquina de coser, de tipo manual, deja una marca similar, pero solo en el brazo izquierdo y en la zona más apartada del pulgar, en lugar de cruzar la parte más ancha, como en este caso. Después le he mirado la cara, y, al observar las marcas de unos quevedos a ambos lados de la nariz, he aventurado ese comentario sobre la miopía y el escribir a máquina que tanto ha parecido sorprenderla.
—Y a mí también.
—Pero, sin embargo, era evidente. He quedado mucho más sorprendido e interesado cuando, al mirar hacia abajo, he visto que las botas que llevaba, aunque no eran distintas, estaban desparejadas: una tenía un pequeño adorno en la punta, y la otra la punta lisa. De los cinco botones, una llevaba abrochados solo los dos de abajo, y la otra el primero, el tercero y el quinto. Ahora bien, si uno observa que una muchacha joven, por lo demás pulcramente vestida, ha salido de casa con botas desparejadas y a medio abrochar, no tiene gran mérito deducir que ha salido a toda prisa.
—¿Y qué más? —pregunté, vivamente interesado, como siempre, por los incisivos razonamientos de mi amigo.
—Advertí, de pasada, que había escrito una nota antes de salir. Usted ha observado que el guante derecho estaba desgastado en el dedo índice, pero, al parecer, no ha visto que tanto el guante como el índice estaban manchados de tinta violeta. Había escrito con prisa y había hundido demasiado la pluma en el tintero. Tenía que haber sido esta misma mañana, o la mancha del dedo no sería tan evidente. Todo esto resulta entretenido, aunque un tanto elemental, Watson, pero debo volver al trabajo. ¿Le importaría leerme el anuncio con la descripción del señor Hosmer Angel?
Acerqué a la luz el pequeño recorte de periódico.
Desaparecido, la mañana del día 14, un caballero llamado Hosmer Angel. Unos cinco pies y siete pulgadas de estatura; corpulento, tez cetrina, cabello negro con una pequeña calva en el centro, patillas y bigotes negros y espesos, gafas oscuras, ligera dificultad en el habla. La última vez que se le vio, vestía levita negra con solapas de seda, chaleco negro, reloj con cadena de oro tipo Albert y pantalones de tweed gris de Harris, con polainas marrones sobre botas rematadas con elástico. Se sabe que trabajaba en una oficina de Leadenhall Street. Todo el que pueda aportar información…
—Con esto basta —dijo Holmes—. En cuanto a las cartas —prosiguió, echándoles un vistazo—, son de lo más corriente. No hay en ellas ninguna pista que nos lleve al señor Angel, salvo que cita en una ocasión a Balzac. Hay, no obstante, un punto notable, que sin duda le habrá llamado la atención.
—Que están escritas a máquina —señalé.
—No solo es eso, sino que hasta la firma está escrita a máquina. Fíjese en el pequeño y pulcro «Hosmer Angel» que figura al pie. Consta la fecha, como ve, pero no la dirección completa, solo «Leadenhall Street», que resulta bastante vago. El detalle de la firma es muy sugerente casi podríamos decir que concluyente.
—¿En qué sentido?
—Mi querido amigo, ¿es posible que usted no vea la importancia que esto tiene en el caso?
—No puedo decir que la vea, a menos que él pretendiera negar que la firma era suya en caso de que se le demandara por ruptura de compromiso.
—No, no se trata de esto. Sin embargo, voy a escribir dos cartas que zanjarán la cuestión. La primera a una firma de la City, la otra al padrastro de la muchacha, el señor Windibank, pidiéndole que se reúna con nosotros aquí mañana a las seis de la tarde. Ha llegado el momento de ponerse en contacto con los miembros masculinos de la familia. Y ahora, doctor, no podemos hacer nada hasta que lleguen las respuestas a ambas cartas, de modo que entretanto podemos olvidar el problemilla.
Tenía yo tantos motivos para confiar en la incisiva capacidad razonadora de mi amigo y en su extraordinaria energía cuando entraba en acción, que di por sentado debía existir un sólido fundamento para la tranquila y segura actitud con que se enfrentaba al singular misterio que se le había encargado resolver. Solo le he visto fracasar una vez, en el caso del rey de Bohemia y la fotografía de Irene Adler, pero, cuando recordaba el misterioso asunto de El signo de los cuatro y las extraordinarias circunstancias que concurrían en Estudio en escarlata, me convencía de que no existía un caso demasiado complicado para que él pudiera resolverlo.
Le dejé, pues, fumando su negra pipa de arcilla, con la certeza de que, cuando volviera allí a la tarde siguiente, Holmes tendría en sus manos todas las pistas que llevarían a identificar al desaparecido novio de la señorita Sutherland.
En aquellos momentos, un caso profesional de extrema gravedad acaparaba mi atención y pasé todo el día siguiente a la cabecera del enfermo. Eran casi las seis cuando quedé libre y pude saltar a un coche que me llevara a Baker Street, con cierto miedo de que fuera demasiado tarde para asistir al desenlace de aquel pequeño misterio. Sin embargo, encontré a Sherlock Holmes solo, medio dormido, su figura larga y delgada acurrucada en el recoveco del sillón. Una formidable parada de botellas y de tubos de ensayo, y el olor acre e inconfundible del ácido clorhídrico, me indicaban que había ocupado el día en los experimentos químicos que tanto le gustaban.
—¿Qué? ¿Ya lo ha resuelto? —le pregunté al entrar.
—Sí. Era el bisulfato de bario.
—¡No, no, el misterio! —exclamé.
—¡Ah, eso! Creí que se refería a la sal con la que he estado trabajando. No hay misterio alguno en este caso, como ya le dije ayer. Solo algunos detalles tienen interés. El único inconveniente es que temo no haya ninguna ley que pueda castigar a ese granuja.
—¿De quién se trata, pues? ¿Y cuál era su propósito al abandonar a la señorita Sutherland?
La pregunta apenas había salido de mi boca y Holmes todavía no había abierto los labios para responder, cuando oímos fuertes pisadas en el pasillo y un golpe en la puerta.
—Es el padrastro de la chica, el señor James Windibank —dijo Holmes—. Me ha escrito para decirme que vendría a las seis. ¡Adelante!
El hombre que entró era corpulento y de mediana estatura, de unos treinta años, bien rasurado y de piel cetrina, de modales suaves e insinuantes, y con unos ojos grises extraordinariamente agudos y penetrantes. Nos dirigió una mirada inquisitiva a cada uno, depositó su reluciente chistera sobre el aparador y, con una ligera inclinación, se acomodó en la silla más próxima.
—Buenas tardes, señor James Windibank —dijo Holmes—. ¿Supongo que esta carta mecanografiada en la que se cita conmigo a las seis es de usted?
—Sí, señor. Temo que he llegado un poco tarde, pero, sabe, yo no soy mi propio jefe. Lamento que la señorita Sutherland le haya molestado con este asunto, porque creo que es mejor lavar los trapos sucios en casa. Vino a verle en contra de mis deseos, pero, como usted habrá notado, es una muchacha muy excitable, muy impulsiva, y no es fácil controlarla cuando se le ha metido algo en la cabeza. Naturalmente no me importó demasiado, porque usted no tiene relación con la policía oficial, pero no resulta agradable que una desgracia familiar como esta se ventile fuera de casa. Además, es un gasto inútil, pues, ¿cómo iba usted a lograr encontrar al señor Hosmer Angel?
—Al contrario —dijo Holmes con calma—. Tengo toda suerte de razones para creer que he logrado descubrir al señor Hosmer Angel.
El señor Windibank tuvo un violento sobresalto y se le cayeron los guantes.
—Me encanta oír esto —dijo.
—Es realmente curioso —observó Holmes— que una máquina de escribir tenga casi tanta personalidad como la escritura a mano. A menos que sean totalmente nuevas, no existen dos que escriban de modo idéntico. Unas letras se desgastan más que otras, y algunas se desgastan solo por un lado. Observará que en su nota, señor Windibank, la «e» queda un poco borrosa y el palo de la «r» tiene un ligero defecto. Existen otras catorce características, pero estas son las más evidentes.
—En la oficina escribimos toda nuestra correspondencia con esta máquina, y seguro que está un poco gastada —respondió nuestro visitante, mirando fijamente a Holmes con sus ojos pequeños y brillantes.
—Y ahora voy a enseñarle algo que constituye un estudio realmente interesante, señor Windibank —siguió Holmes—. Uno de estos días pienso escribir una pequeña monografía sobre la máquina de escribir y su relación con el crimen. Es un tema al que he dedicado cierta atención. Aquí tengo cuatro cartas que se supone proceden del desaparecido. Todas están escritas a máquina. En todos los casos, no solo la «e» está borrosa y el rabo de la «r» tiene un defecto, sino que, si usa mi lupa, observará también las otras catorce características que he señalado antes.
El señor Windibank se levantó de un salto y cogió su sombrero.
—No pienso perder el tiempo con fantasías tan absurdas —dijo—. Si puede atrapar al hombre, atrápelo, y comuníquemelo cuando lo haya conseguido.
—Desde luego —dijo Holmes, poniéndose en pie y cerrando la puerta con llave—. ¡Le he atrapado!
—¿Qué? ¿Dónde? —exclamó el señor Windibank, palideciendo como un muerto y mirando a su alrededor cual una rata caída en la trampa.
—No puede hacer usted nada…, realmente nada —dijo Holmes con suavidad—. No es posible escapar de esta, señor Windibank. Todo es demasiado transparente, y no ha sido precisamente un cumplido decir que me sería imposible resolver un asunto tan sencillo. Siéntese y hablemos.
Nuestro visitante se desplomó en una silla, con el rostro lívido y la frente perlada de sudor.
—No…, no constituye legalmente un delito —balbuceó.
—Mucho me temo que no. Pero, entre nosotros, Windibank, ha sido la bribonada más cruel y egoísta y despiadada que he visto en mi vida. Ahora, deje que yo exponga el curso de los acontecimientos, y contradígame si me equivoco.
El hombre permanecía hundido en su asiento, la cabeza inclinada sobre el pecho, como quien se siente totalmente anonadado. Holmes extendió los pies sobre la repisa de la chimenea, se echó hacia atrás con las manos metidas en los bolsillos y empezó a hablar, más para sí mismo, parecía, que para nosotros.
—El hombre se casó con una mujer mucho mayor que él por su dinero —dijo—, e iba a disfrutar del dinero de la hija mientras esta viviera con ellos. Se trataba de una suma considerable, para gente de su posición, y perderla hubiera supuesto una diferencia importante. Merecía un esfuerzo tratar de conservarla. La hija tenía un carácter bueno y dócil, pero afectuoso y a su modo apasionado, de modo que, con sus dotes personales y su pequeña renta, era evidente que no permanecería mucho tiempo soltera. Ahora bien, su matrimonio representaba, claro está, la pérdida de cien libras anuales. ¿Qué hace entonces el padrastro para impedirlo? Recurre al medio más obvio: retenerla en casa y prohibirle que frecuente gente de su edad. Pero pronto se da cuenta de que esta solución no sería duradera. La muchacha se muestra inquieta, insiste en sus derechos y por último anuncia su firme intención de asistir a determinado baile. ¿Qué hará entonces su astuto padrastro? Se le ocurre una idea que honra más a su cerebro que a su corazón. Con la connivencia y ayuda de su esposa, se disfraza, oculta sus penetrantes ojos tras unas gafas oscuras, enmascara su rostro con un bigote y unas pobladas patillas, transforma el claro timbre de su voz en un susurro vacilante, y, doblemente seguro a causa de la miopía de la joven, se presenta como el señor Hosmer Angel, y ahuyenta a otros enamorados haciendo de enamorado él mismo.
—Al principio solo era una broma —gimió nuestro visitante—. Nunca creímos que se lo tomara tan en serio.
—Puede que no. Pero no cabe duda de que la muchacha sí se lo tomó muy en serio, y, convencida de que su padrastro se encontraba en Francia, la sospecha de que se tratara de una jugarreta ni se le pasó por la cabeza. Se sintió halagada por las atenciones del caballero, halago que se vio incrementado por la admiración que la madre manifestaba hacia él. Después el señor Angel empezó a visitarla, pues era obvio que, si se quería obtener resultados, había que llevar la farsa hasta los últimos límites. Hubo varios encuentros, y un compromiso matrimonial, que evitaría definitivamente que la muchacha dirigiera su afecto hacia ningún otro hombre. Pero el engaño no podía mantenerse por tiempo indefinido. Los supuestos viajes a Francia resultaban bastante engorrosos. Lo mejor era llevar la historia a un final tan dramático que dejara una impresión imborrable en la mente de la chica e impidiera que durante mucho tiempo se fijara en ningún otro pretendiente. De ahí aquel juramento de fidelidad sobre la Biblia y de ahí las alusiones, la misma mañana de la boda, a la posibilidad de que ocurriera algo. James Windibank deseaba que la señorita Sutherland quedara tan ligada a Hosmer Angel y tan dudosa acerca de lo que le había sucedido, que, al menos durante diez años, no prestara atención a ningún otro hombre. La llevó hasta las mismas puertas de la iglesia y luego, como no podía ir más lejos, desapareció oportunamente mediante el viejo truco de subir a un coche por una puerta y bajar por la otra. Creo que así se desarrollaron los acontecimientos, señor Windibank.
Mientras Holmes hablaba, nuestro visitante había recuperado en parte su aplomo, y ahora se levantó con una fría y sarcástica sonrisa en el rostro pálido.
—Tal vez fuera así, o tal vez no, señor Holmes —dijo—. Pero, si es usted tan listo, debería serlo lo suficiente para saber que ahora es usted y no yo quien está infringiendo la ley. Yo no he hecho en ningún momento nada condenable, pero, mientras mantenga usted cerrada esta puerta, se expone a una denuncia por agresión y retención ilegal.
—Como usted bien dice, no puede alcanzarle el peso de la ley —dijo Holmes, girando la llave y abriendo la puerta de par en par—, aunque nadie ha merecido tanto un castigo. Si la muchacha tuviera un hermano o amigo, le desharía la espalda a latigazos. ¡Por Júpiter! —prosiguió, enfurecido ante la sarcástica sonrisa de nuestro visitante—. Esto no forma parte de mis obligaciones para con mi cliente, pero aquí tengo una fusta de caza y creo voy a permitirme el gustazo de…
Dio dos zancadas hacia el látigo, pero, antes de que pudiera cogerlo, sonó un estrepitoso rumor de pasos bajando la escalera, se cerró de golpe la pesada puerta de la casa, y vimos desde la ventana al señor Windibank correr calle abajo a toda la velocidad que le permitían sus piernas.
—¡Habrase visto granuja más desalmado! —dijo Holmes riendo, mientras se dejaba caer de nuevo en su sillón—. Ese tipo irá de delito en delito, hasta que cometa algo grave y acabe en presidio. En ciertos aspectos, el caso no carecía enteramente de interés.
—Todavía no veo con claridad todos los pasos de su razonamiento —observé.
—Bien, era obvio desde un principio que ese tal señor Hosmer Angel había de tener una importante razón para su insólito comportamiento, y era también evidente que el único hombre que, por lo que nosotros sabíamos, salía beneficiado por el incidente era el padrastro. El hecho de que nunca se viera juntos a los dos hombres, sino que uno apareciera siempre cuando el otro estaba ausente, daba mucho que pensar. Igualmente sospechosas eran las gafas oscuras y la voz susurrante, que sugerían un disfraz, lo mismo que las espesas patillas. Todas mis sospechas se vieron confirmadas por la peculiar ocurrencia de mecanografiar su firma, que indicaba, claro está, que su letra era tan familiar a la muchacha que forzosamente tendría que reconocerla aunque solo viera una pequeña muestra. Observe que todos esos datos aislados, junto con muchos de menor importancia, apuntan en una misma dirección.
—¿Y cómo los verificó?
—Una vez identificado mi hombre, era fácil conseguir colaboración. Sabía para qué empresa trabajaba. Cogí la descripción del periódico, eliminé todos los elementos que pudieran atribuirse a un disfraz —las patillas, las gafas, la voz— y la envié a la empresa, con el ruego de que me comunicaran si alguno de sus viajantes respondía a la descripción. Yo ya había reparado en las peculiaridades de la máquina de escribir, y escribí al individuo en cuestión a la dirección de su oficina, pidiéndole que viniera aquí. Tal como esperaba, su respuesta llegó escrita a máquina y mostraba los mismos triviales pero característicos defectos. En el mismo correo recibí una carta de Westhouse and Marbank, de Fenchurch Street, comunicándome que la descripción coincidía en todos los puntos con su empleado James Windibank. Voilà tout!
—¿Y la señorita Sutherland?
—Si se lo cuento, no me creerá. Tal vez usted recuerde el antiguo proverbio persa: «Corre peligro quien le quita su cachorro a un tigre, y también corre peligro quien le arrebata una ilusión a una mujer». Hay tanta sabiduría y tanto conocimiento del mundo en Hafiz como en Horacio.
1. Ahora les
propongo analizar todos los cuentos que estuvimos leyendo en esta última
unidad.
1.
Completen
el siguiente cuadro con los datos de los cuentos:
Nombre del cuento |
Género |
Descripción breve del género |
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2. 2. Posteriormente
te invito a que me cuente cual género te gusto más. Justifica tu respuesta.
Actividad n°7
En esta
oportunidad vamos a leer el cuento “El Carbunclo Azul” de Arthur Conan Doyle
El carbunclo azul
2006 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales
Arthur Conan Doyle
El carbunclo azul
Dos días después de Navidad, pasé a visitar a mi amigo, Sherlock Holmes con la intención de transmitirle las felicitaciones propias de la época. Lo encontré tumbado en el sofá, con una bata morada, el colgador de las pipas a su derecha y un montón de periódicos arrugados, que evidentemente acababa de estudiar, al alcance de la mano. Al lado del sofá había una silla de madera, y de una esquina de su respaldo colgaba un sombrero de fieltro ajado y mugriento, gastadísimo por el uso y roto por varias partes. Una lupa y unas pinzas dejadas sobre el asiento indicaban que el sombrero había sido colgado allí con el fin de examinarlo.
-Veo que está usted ocupado -dije-. ¿Le interrumpo?
-Nada de eso. Me alegro de tener un amigo con el que poder comentar mis conclusiones. Se trata de un caso absolutamente trivial -señaló con el pulgar el viejo sombrero-, pero algunos detalles relacionados con él no carecen por completo de interés, e incluso resultan instructivos.
Me senté en su butaca y me calenté las manos en la chimenea, pues estaba cayendo una buena helada y los cristales estaban cubiertos de placas de hielo. -Supongo -comenté- que, a pesar de su aspecto inocente, ese objeto tendrá una historia terrible... o tal vez es la pista que le guiará a la solución de algún misterio y al castigo de algún delito.
-No, qué va. Nada de crímenes -dijo Sherlock Holmes, echándose a reír-. Tan sólo uno de esos incidentes caprichosos que suelen suceder cuando tenemos cuatro millones de seres humanos apretujados en unas pocas millas cuadradas. Entre las acciones y reacciones de un enjambre humano tan numeroso, cualquier combinación de
acontecimientos es posible, y pueden surgir muchos pequeños problemas que resultan extraños y sorprendentes, sin tener nada de delictivo. Ya hemos tenido experiencias de ese tipo.
-Ya lo creo -comenté-. Hasta el punto de que, de los seis últimos casos que he añadido a mis archivos, hay tres completamente libres de delito, en el aspecto legal. -Exacto. Se refiere usted a mi intento de recuperar los papeles de Irene Adler, al curioso caso de la señorita Mary Sutherland, y a la aventura del hombre del labio retorcido. Pues bien, no me cabe duda de que este asuntillo pertenece a la misma categoría inocente. ¿Conoce usted a Peterson, el recadero?
-Sí.
-Este trofeo le pertenece.
-¿Es su sombrero?
-No, no, lo encontró. El propietario es desconocido. Le ruego que no lo mire como un sombrerucho desastrado, sino como un problema intelectual. Veamos, primero, cómo llegó aquí. Llegó la mañana de Navidad, en compañía de un ganso cebado que, no me cabe duda, ahora mismo se está asando en la cocina de Peterson. Los hechos son los siguientes. A eso de las cuatro de la mañana del día de Navidad, Peterson, que, como usted sabe, es un tipo muy honrado, regresaba de alguna pequeña celebración y se dirigía a su casa bajando por Tottenham Court Road. A la luz de las farolas vio a un hombre alto que caminaba delante de él, tambaleándose un poco y con un ganso blanco al hombro. Al llegar a la esquina de Goodge Street, se produjo una trifulca entre este desconocido y un grupillo de maleantes. Uno de éstos le quitó el sombrero de un golpe; el desconocido levantó su bastón para defenderse y, al enarbolarlo sobre su cabeza, rompió el escaparate de la tienda que tenía detrás. Peterson había echado a correr para defender al desconocido contra sus agresores, pero el hombre, asustado por haber roto el escaparate y viendo una persona de uniforme que corría hacia él, dejó caer el ganso, puso pies en polvorosa y se desvaneció en el laberinto de callejuelas que hay detrás de Tottenham Court Road. También los matones huyeron al ver aparecer a Peterson, que quedó dueño del campo de batalla y también del botín de guerra, formado por este destartalado sombrero y un impecable ejemplar de ganso de Navidad. -¿Cómo es que no se los devolvió a su dueño?
-Mi querido amigo, en eso consiste el problema. Es cierto que en una tarjetita atada a la pata izquierda del ave decía «Para la señora de Henry Baker», y también es cierto que en el forro de este sombrero pueden leerse las iniciales «H. B.»; pero como en esta ciudad nuestra existen varios miles de Bakers y varios cientos de Henry Bakers, no resulta nada fácil devolverle a uno de ellos sus propiedades perdidas. -¿Y qué hizo entonces Peterson?
-La misma mañana de Navidad me trajo el sombrero y el ganso, sabiendo que a mí me interesan hasta los problemas más insignificantes. Hemos guardado el ganso hasta esta mañana, cuando empezó a dar señales de que, a pesar de la helada, más valía comérselo sin retrasos innecesarios. Así pues, el hombre que lo encontró se lo ha llevado para que cumpla el destino final de todo ganso, y yo sigo en poder del sombrero del desconocido caballero que se quedó sin su cena de Navidad.
-¿No puso ningún anuncio?
-No.
-¿Y qué pistas tiene usted de su identidad?
-Sólo lo que podemos deducir.
-¿De su sombrero?
-Exactamente.
-Está usted de broma. ¿Qué se podría sacar de esa ruina de fieltro?
-Aquí tiene mi lupa. Ya conoce usted mis métodos. ¿Qué puede deducir usted referente a la personalidad del hombre que llevaba esta prenda?
Tomé el pingajo en mis manos y le di un par de vueltas de mala gana. Era un vulgar sombrero negro de copa redonda, duro y muy gastado. El forro había sido de seda roja, pero ahora estaba casi completamente descolorido. No llevaba el nombre del fabricante, pero, tal como Holmes había dicho, tenía garabateadas en un costado las iniciales «H. B.». El ala tenía presillas para sujetar una goma elástica, pero faltaba ésta. Por lo demás, estaba agrietado, lleno de polvo y cubierto de manchas, aunque parecía que habían intentado disimular las partes descoloridas pintándolas con tinta.
-No veo nada -dije, devolviéndoselo a mi amigo.
-Al contrario, Watson, lo tiene todo a la vista. Pero no es capaz de razonar a partir de lo que ve. Es usted demasiado tímido a la hora de hacer deducciones. -Entonces, por favor, dígame qué deduce usted de este sombrero.
Lo cogió de mis manos y lo examinó con aquel aire introspectivo tan característico. -Quizás podría haber resultado más sugerente -dijo-, pero aun así hay unas cuantas deducciones muy claras, y otras que presentan, por lo menos, un fuerte saldo de probabilidad. Por supuesto, salta a la vista que el propietario es un hombre de elevada inteligencia, y también que hace menos de tres años era bastante rico, aunque en la actualidad atraviesa malos momentos. Era un hombre previsor, pero ahora no lo es tanto, lo cual parece indicar una regresión moral que, unida a su declive económico, podría significar que sobre él actúa alguna influencia maligna, probablemente la bebida. Esto podría explicar también el hecho evidente de que su mujer ha dejado de amarle. -¡Pero... Holmes, por favor!
-Sin embargo, aún conserva un cierto grado de amor propio -continuó, sin hacer caso de mis protestas-. Es un hombre que lleva una vida sedentaria, sale poco, se encuentra en muy mala forma física, de edad madura, y con el pelo gris, que se ha cortado hace pocos días y en el que se aplica fijador. Éstos son los datos más aparentes que se deducen de este sombrero. Además, dicho sea de paso, es sumamente improbable que tenga instalación de gas en su casa.
-Se burla usted de mí, Holmes.
-Ni muchos menos. ¿Es posible que aún ahora, cuando le acabo de dar los resultados, sea usted incapaz de ver cómo los he obtenido?
-No cabe duda de que soy un estúpido, pero tengo que confesar que soy incapaz de seguirle. Por ejemplo: ¿de dónde saca que el hombre es inteligente? A modo de respuesta, Holmes se encasquetó el sombrero en la cabeza. Le cubría por completo la frente y quedó apoyado en el puente de la nariz.
-Cuestión de capacidad cúbica -dijo-. Un hombre con un cerebro tan grande tiene que tener algo dentro.
-¿Y su declive económico?
-Este sombrero tiene tres años. Fue por entonces cuando salieron estas alas planas y curvadas por los bordes. Es un sombrero de la mejor calidad. Fíjese en la cinta de seda con remates y en la excelente calidad del forro. Si este hombre podía permitirse comprar un sombrero tan caro hace tres años, y desde entonces no ha comprado otro, es indudable que ha venido a menos.
-Bueno, sí, desde luego eso está claro. ¿Y eso de que era previsor, y lo de la regresión moral?
Sherlock Holmes se echó a reír.
-Aquí está la precisión -dijo, señalando con el dedo la presilla para enganchar la goma suj etasombreros-. Ningún sombrero se vende con esto. El que nuestro hombre lo hiciera poner es señal de un cierto nivel de previsión, ya que se tomó la molestia de
adoptar esta precaución contra el viento. Pero como vemos que desde entonces se le ha roto la goma y no se ha molestado en cambiarla, resulta evidente que ya no es tan previsor como antes, lo que demuestra claramente que su carácter se debilita. Por otra parte, ha procurado disimular algunas de las manchas pintándolas con tinta, señal de que no ha perdido por completo su amor propio.
-Desde luego, es un razonamiento plausible.
-Los otros detalles, lo de la edad madura, el cabello gris, el reciente corte de pelo y el fijador, se advierten examinando con atención la parte inferior del forro. La lupa revela una gran cantidad de puntas de cabello, limpiamente cortadas por la tijera del peluquero. Todos están pegajosos, y se nota un inconfundible olor a fijador. Este polvo, fíjese usted, no es el polvo gris y terroso de la calle, sino la pelusilla parda de las casas, lo cual demuestra que ha permanecido colgado dentro de casa la mayor parte del tiempo; y las manchas de sudor del interior son una prueba palpable de que el propietario transpira abundantemente y, por lo tanto, difícilmente puede encontrarse en buena forma física. -Pero lo de su mujer... dice usted que ha dejado de amarle.
-Este sombrero no se ha cepillado en semanas. Cuando le vea a usted, querido Watson, con polvo de una semana acumulado en el sombrero, y su esposa le deje salir en semejante estado, también sospecharé que ha tenido la desgracia de perder el cariño de su mujer.
-Pero podría tratarse de un soltero.
-No, llevaba a casa el ganso como ofrenda de paz a su mujer. Recuerde la tarjeta atada a la pata del ave.
-Tiene usted respuesta para todo. Pero ¿cómo demonios ha deducido que no hay instalación de gas en su casa?
-Una mancha de sebo, e incluso dos, pueden caer por casualidad; pero cuando veo nada menos que cinco, creo que existen pocas dudas de que este individuo entra en frecuente contacto con sebo ardiendo; probablemente, sube las escaleras cada noche con el sombrero en una mano y un candil goteante en la otra. En cualquier caso, un aplique de gas no produce manchas de sebo. ¿Está usted satisfecho?
-Bueno, es muy ingenioso -dije, echándome a reír-. Pero, puesto que no se ha cometido ningún delito, como antes decíamos, y no se ha producido ningún daño, a excepción del extravío de un ganso, todo esto me parece un despilfarro de energía.
Sherlock Holmes había abierto la boca para responder cuando la puerta se abrió de par en par y Peterson el recadero entró en la habitación con el rostro enrojecido y una expresión de asombro sin límites.
-¡El ganso, señor Holmes! ¡El ganso, señor! -decía jadeante.
-¿Eh? ¿Qué pasa con él? ¿Ha vuelto a la vida y ha salido volando por la ventana de la cocina? -Holmes rodó sobre el sofá para ver mejor la cara excitada del hombre. -¡Mire, señor! ¡Vea lo que ha encontrado mi mujer en el buche! -extendió la mano y mostró en el centro de la palma una piedra azul de brillo deslumbrador, bastante más pequeña que una alubia, pero tan pura y radiante que centelleaba como una luz eléctrica en el hueco oscuro de la mano.
Sherlock Holmes se incorporó lanzando un silbido.
-¡Por Júpiter, Peterson! -exclamó-. ¡A eso le llamo yo encontrar un tesoro! Supongo que sabe lo que tiene en la mano.
-¡Un diamante, señor! ¡Una piedra preciosa! ¡Corta el cristal como si fuera masilla! -Es más que una piedra preciosa. Es la piedra preciosa.
-¿No se referirá al carbunclo azul de la condesa de Morcar? -exclamé yo. -Precisamente. No podría dejar de reconocer su tamaño y forma, después de haber estado leyendo el anuncio en el Times tantos días seguidos. Es una piedra
absolutamente única, y sobre su valor sólo se pueden hacer conjeturas, pero la recompensa que se ofrece, mil libras esterlinas, no llega ni a la vigésima parte de su precio en el mercado.
-¡Mil libras! ¡Santo Dios misericordioso! -el recadero se desplomó sobre una silla, mirándonos alternativamente a uno y a otro.
-Ésa es la recompensa, y tengo razones para creer que existen consideraciones sentimentales en la historia de esa piedra que harían que la condesa se desprendiera de la mitad de su fortuna con tal de recuperarla.
-Si no recuerdo mal, desapareció en el hotel Cosmopolitan -comenté. -Exactamente, el 22 de diciembre, hace cinco días. John Horner, fontanero, fue acusado de haberla sustraído del joyero de la señora. Las pruebas en su contra eran tan sólidas que el caso ha pasado ya a los tribunales. Creo que tengo por aquí un informe - rebuscó entre los periódicos, consultando las fechas, hasta que seleccionó uno, lo dobló y leyó el siguiente párrafo:
«Robo de joyas en el hotel Cosmopolitan. John Horner, de 26 años, fontanero, ha sido detenido bajo la acusación de haber sustraído, el 22 del corriente, del joyero de la condesa de Morcar, la valiosa piedra conocida como "el carbunclo azul". James Ryder, jefe de servicio del hotel, declaró que el día del robo había conducido a Horner al gabinete de la condesa de Morcar, para que soldara el segundo barrote de la rejilla de la chimenea, que estaba suelto. Permaneció un rato junto a Horner, pero al cabo de algún tiempo tuvo que ausentarse. Al regresar comprobó que Horner había desaparecido, que el escritorio había sido forzado y que el cofrecillo de tafilete en el que, según se supo luego, la condesa acostumbraba a guardar la joya, estaba tirado, vacío, sobre el tocador. Ryder dio la alarma al instante, y Horner fue detenido esa misma noche, pero no se pudo encontrar la piedra en su poder ni en su domicilio. Catherine Cusack, doncella de la condesa, declaró haber oído el grito de angustia que profirió Ryder al descubrir el robo, y haber corrido a la habitación, donde se encontró con la situación ya descrita por el anterior testigo. El inspector Bradstreet, de la División B, confirmó la detención de Horner, que se resistió violentamente y declaró su inocencia en los términos más enérgicos. Al existir constancia de que el detenido había sufrido una condena anterior por robo, el magistrado se negó a tratar sumariamente el caso, remitiéndolo a un tribunal superior. Horner, que dio muestras de intensa emoción durante las diligencias, se desmayó al oír la decisión y tuvo que ser sacado de la sala.»
-¡Hum! Hasta aquí, el informe de la policía -dijo Holmes, pensativo-. Ahora, la cuestión es dilucidar la cadena de acontecimientos que van desde un joyero desvalijado, en un extremo, al buche de un ganso en Tottenham Court Road, en el otro. Como ve, Watson, nuestras pequeñas deducciones han adquirido de pronto un aspecto mucho más importante y menos inocente. Aquí está la piedra; la piedra vino del ganso y el ganso vino del señor Henry Baker, el caballero del sombrero raído y todas las demás características con las que le he estado aburriendo. Así que tendremos que ponernos muy en serio a la tarea de localizar a este caballero y determinar el papel que ha desempeñado en este pequeño misterio. Y para eso, empezaremos por el método más sencillo, que sin duda consiste en poner un anuncio en todos los periódicos de la tarde. Si esto falla, recurriremos a otros métodos.
-¿Qué va usted a decir?
-Déme un lápiz y esa hoja de papel. Vamos a ver: «Encontrados un ganso y un sombrero negro de fieltro en la esquina de Goodge Street. El señor Henry Baker puede recuperarlos presentándose esta tarde a las 6,30 en el 221 B de Baker Street». Claro y conciso.
-Mucho. Pero ¿lo verá él?
-Bueno, desde luego mirará los periódicos, porque para un hombre pobre se trata de una pérdida importante. No cabe duda de que se asustó tanto al romper el escaparate y ver acercarse a Peterson que no pensó más que en huir; pero luego debe de haberse arrepentido del impulso que le hizo soltar el ave. Pero además, al incluir su nombre nos aseguramos de que lo vea, porque todos los que le conozcan se lo harán notar. Aquí tiene, Peterson, corra a la agencia y que inserten este anuncio en los periódicos de la tarde.
-¿En cuáles, señor?
-Oh, pues en el Globe, el Star, el Pall Mall, la St. James Gazette, el Evening News, el Standard, el Echo y cualquier otro que se le ocurra.
-Muy bien, señor. ¿Y la piedra?
-Ah, sí, yo guardaré la piedra. Gracias. Y oiga, Peterson, en el camino de vuelta compre un ganso y tráigalo aquí, porque tenemos que darle uno a este caballero a cambio del que se está comiendo su familia.
Cuando el recadero se hubo marchado, Holmes levantó la piedra y la miró al trasluz. -¡Qué maravilla! -dijo-. Fíjese cómo brilla y centellea. Por supuesto, esto es como un imán para el crimen, lo mismo que todas las buenas piedras preciosas. Son el cebo favorito del diablo. En las piedras más grandes y más antiguas, se puede decir que cada faceta equivale a un crimen sangriento. Esta piedra aún no tiene ni veinte años de edad. La encontraron a orillas del río Amoy, en el sur de China, y presenta la particularidad de poseer todas las características del carbunclo, salvo que es de color azul en lugar de rojo rubí. A pesar de su juventud, ya cuenta con un siniestro historial. Ha habido dos asesinatos, un atentado con vitriolo, un suicidio y varios robos, todo por culpa de estos doce kilates de carbón cristalizado. ¿Quién pensaría que tan hermoso juguete es un proveedor de carne para el patíbulo y la cárcel? Lo guardaré en mi caja fuerte y le escribiré unas líneas a la condesa, avisándole de que lo tenemos.
-¿Cree usted que ese Horner es inocente?
-No lo puedo saber.
-Entonces, ¿cree usted que este otro, Henry Baker, tiene algo que ver con el asunto? -Me parece mucho más probable que Henry Baker sea un hombre completamente inocente, que no tenía ni idea de que el ave que llevaba valla mucho más que si estuviera hecha de oro macizo. No obstante, eso lo comprobaremos mediante una sencilla prueba si recibimos respuesta a nuestro anuncio.
-¿Y hasta entonces no puede hacer nada?
-Nada.
-En tal caso, continuaré mi ronda profesional, pero volveré esta tarde a la hora indicada, porque me gustaría presenciar la solución a un asunto tan embrollado. -Encantado de verle. Cenaré a las siete. Creo que hay becada. Por cierto que, en vista de los recientes acontecimientos, quizás deba decirle a la señora Hudson que examine cuidadosamente el buche.
Me entretuve con un paciente, y era ya más tarde de las seis y media cuando pude volver a Baker Street. Al acercarme a la casa vi a un hombre alto con boina escocesa y chaqueta abotonada hasta la barbilla, que aguardaba en el brillante semicírculo de luz de la entrada. Justo cuando yo llegaba, la puerta se abrió y nos hicieron entrar juntos a los aposentos de Holmes.
-El señor Henry Baker, supongo -dijo Holmes, levantándose de su butaca y saludando al visitante con aquel aire de jovialidad espontánea que tan fácil le resultaba adoptar-. Por favor, siéntese aquí junto al fuego, señor Baker. Hace frío esta noche, y veo que su
circulación se adapta mejor al verano que al invierno. Ah, Watson, llega usted muy a punto. ¿Es éste su sombrero, señor Baker?
-Sí, señor, es mi sombrero, sin duda alguna.
Era un hombre corpulento, de hombros cargados, cabeza voluminosa y un rostro amplio e inteligente, rematado por una barba puntiaguda, de color castaño canoso. Un toque de color en la nariz y las mejillas, junto con un ligero temblor en su mano extendida, me recordaron la suposición de Holmes acerca de sus hábitos. Su levita, negra y raída, estaba abotonada hasta arriba, con el cuello alzado, y sus flacas muñecas salían de las mangas sin que se advirtieran indicios de puños ni de camisa. Hablaba en voz baja y entrecortada, eligiendo cuidadosamente sus palabras, y en general daba la impresión de un hombre culto e instruido, maltratado por la fortuna.
-Hemos guardado estas cosas durante varios días -dijo Holmes- porque esperábamos ver un anuncio suyo, dando su dirección. No entiendo cómo no puso usted el anuncio. Nuestro visitante emitió una risa avergonzada.
-No ando tan abundante de chelines como en otros tiempos -dijo-. Estaba convencido de que la pandilla de maleantes que me asaltó se había llevado mi sombrero y el ganso. No tenía intención de gastar más dinero en un vano intento de recuperarlos.
-Es muy natural. A propósito del ave... nos vimos obligados a comérnosla. -¡Se la comieron! -nuestro visitante estaba tan excitado que casi se levantó de la silla. -Sí; de no hacerlo no le habría aprovechado a nadie. Pero supongo que este otro ganso
que hay sobre el aparador, que pesa aproximadamente lo mismo y está perfectamente fresco, servirá igual de bien para sus propósitos.
-¡Oh, desde luego, desde luego! -respondió el señor Baker con un suspiro de alivio. -Por supuesto, aún tenemos las plumas, las patas, el buche y demás restos de su ganso, así que si usted quiere...
El hombre se echó a reír de buena gana.
-Podrían servirme como recuerdo de la aventura -dijo-, pero aparte de eso, no veo de qué utilidad me iban a resultar los disjecta membra de mi difunto amigo. No, señor, creo que, con su permiso, limitaré mis atenciones a la excelente ave que veo sobre el aparador.
Sherlock Holmes me lanzó una intensa mirada de reojo, acompañada de un encogimiento de hombros.
-Pues aquí tiene usted su sombrero, y aquí su ave -dijo-. Por cierto, ¿le importaría decirme dónde adquirió el otro ganso? Soy bastante aficionado a las aves de corral y pocas veces he visto una mejor criada.
-Desde luego, señor -dijo Baker, que se había levantado, con su recién adquirida propiedad bajo el brazo-. Algunos de nosotros frecuentamos el mesón Alpha, cerca del museo... Durante el día, sabe usted, nos encontramos en el museo mismo. Este año, el patrón, que se llama Windigate, estableció un Club del Ganso, en el que, pagando unos pocos peniques cada semana, recibiríamos un ganso por Navidad. Pagué religiosamente mis peniques, y el resto ya lo conoce usted. Le estoy muy agradecido, señor, pues una boina escocesa no resulta adecuada ni para mis años ni para mi carácter discreto.
Con cómica pomposidad, nos dedicó una solemne reverencia y se marchó por su camino.
-Con esto queda liquidado el señor Henry Baker -dijo Holmes, después de cerrar la puerta tras él-. Es indudable que no sabe nada del asunto. ¿Tiene usted hambre, Watson?
-No demasiada.
-Entonces, le propongo que aplacemos la cena y sigamos esta pista mientras aún esté fresca.
-Con mucho gusto.
Hacía una noche muy cruda, de manera que nos pusimos nuestros gabanes y nos envolvimos el cuello con bufandas. En el exterior, las estrellas brillaban con luz fría en un cielo sin nubes, y el aliento de los transeúntes despedía tanto humo como un pistoletazo. Nuestras pisadas resonaban fuertes y secas mientras cruzábamos el barrio de los médicos, Wimpole Street, Harley Street y Wigmore Street, hasta desembocar en Oxford Street. Al cabo de un cuarto de hora nos encontrábamos en Bloomsbury, frente al mesón Alpha, que es un pequeño establecimiento público situado en la esquina de una de las calles que se dirigen a Holborn. Holmes abrió la puerta del bar y pidió dos vasos de cerveza al dueño, un hombre de cara colorada y delantal blanco.
-Su cerveza debe de ser excelente, si es tan buena como sus gansos -dijo. -¡Mis gansos! -el hombre parecía sorprendido.
-Sí. Hace tan sólo media hora, he estado hablando con el señor Henry Baker, que es miembro de su Club del Ganso.
-¡Ah, ya comprendo! Pero, verá usted, señor, los gansos no son míos. -¿Ah, no? ¿De quién son, entonces?
-Bueno, le compré las dos docenas a un vendedor de Covent Garden. -¿De verdad? Conozco a algunos de ellos. ¿Cuál fue?
-Se llama Breckinridge.
-¡Ah! No le conozco. Bueno, a su salud, patrón, y por la prosperidad de su casa. Buenas noches.
-Y ahora, vamos a por el señor Breckinridge -continuó, abotonándose el gabán mientras salíamos al aire helado de la calle-. Recuerde, Watson, que aunque tengamos a un extremo de la cadena una cosa tan vulgar como un ganso, en el otro tenemos un hombre que se va a pasar siete años de trabajos forzados, a menos que podamos demostrar su inocencia. Es posible que nuestra investigación confirme su culpabilidad; pero, en cualquier caso, tenemos una linea de investigación que la policía no ha encontrado y que una increíble casualidad ha puesto en nuestras manos. Sigámosla hasta su último extremo. ¡Rumbo al sur, pues, y a paso ligero!
Atravesamos Holborn, bajando por Endell Street, yzigzagueamos por una serie de callejuelas hasta llegar al mercado de Covent Garden. Uno de los puestos más grandes tenía encima el rótulo de Breckinridge, y el dueño, un hombre con aspecto de caballo, de cara astuta y patillas recortadas, estaba ayudando a un muchacho a echar el cierre. -Buenas noches, y fresquitas -dijo Holmes.
El vendedor asintió y dirigió una mirada inquisitiva a mi compañero. -Por lo que veo, se le han terminado los gansos -continuó Holmes, señalando los estantes de mármol vacíos.
-Mañana por la mañana podré venderle quinientos.
-Eso no me sirve.
-Bueno, quedan algunos que han cogido olor a gas.
-Oiga, que vengo recomendado.
-¿Por quién?
-Por el dueño del Alpha.
-Ah, sí. Le envié un par de docenas.
-Y de muy buena calidad. ¿De dónde los sacó usted? Ante mi sorpresa, la pregunta provocó un estallido de cólera en el vendedor.
-Oiga usted, señor -dijo con la cabeza erguida y los brazos en jarras-. ¿Adónde quiere llegar? Me gustan la cosas claritas.
-He sido bastante claro. Me gustaría saber quién le vendió los gansos que suministró al Alpha.
-Y yo no quiero decírselo. ¿Qué pasa?
-Oh, la cosa no tiene importancia. Pero no sé por qué se pone usted así por una nimiedad.
-¡Me pongo como quiero! ¡Y usted también se pondría así si le fastidiasen tanto como a mí! Cuando pago buen dinero por un buen artículo, ahí debe terminar la cosa. ¿A qué viene tanto «¿Dónde están los gansos?» y «¿A quién le ha vendido los gansos?» y «¿Cuánto quiere usted por los gansos?» Cualquiera diría que no hay otros gansos en el mundo, a juzgar por el alboroto que se arma con ellos.
-Le aseguro que no tengo relación alguna con los que le han estado interrogando -dijo Holmes con tono indiferente-. Si no nos lo quiere decir, la apuesta se queda en nada. Pero me considero un entendido en aves de corral y he apostado cinco libras a que el ave que me comí es de campo.
-Pues ha perdido usted sus cinco libras, porque fue criada en Londres -atajó el vendedor.
-De eso, nada.
-Le digo yo que sí.
-No le creo.
-¿Se cree que sabe de aves más que yo, que vengo manejándolas desde que era un mocoso? Le digo que todos los gansos que le vendí al Alpha eran de Londres. -No conseguirá convencerme.
-¿Quiere apostar algo?
-Es como robarle el dinero, porque me consta que tengo razón. Pero le apuesto un soberano, sólo para que aprenda a no ser tan terco.
El vendedor se rió por lo bajo y dijo:
-Tráeme los libros, Bill.
El muchacho trajo un librito muy fino y otro muy grande con tapas grasientas, y los colocó juntos bajo la lámpara.
-Y ahora, señor Sabelotodo -dijo el vendedor-, creía que no me quedaban gansos, pero ya verá cómo aún me queda uno en la tienda. ¿Ve usted este librito? -Sí, ¿y qué?
-Es la lista de mis proveedores. ¿Ve usted? Pues bien, en esta página están los del campo, y detrás de cada nombre hay un número que indica la página de su cuenta en el libro mayor. ¡Veamos ahora! ¿Ve esta otra página en tinta roja? Pues es la lista de mis proveedores de la ciudad. Ahora, fijese en el tercer nombre. Léamelo. -Señora Oakshott,117 Brixton Road... 249 -leyó Holmes.
-Exacto. Ahora, busque esa página en el libro mayor. Holmes buscó la página indicada.
-Aquí está: señora Oakshott, 117 Brixton Road, proveedores de huevos y pollería. -Muy bien. ¿Cuáles la última entrada?
-Veintidós de diciembre. Veinticuatro gansos a siete chelines y seis peniques. -Exacto. Ahí lo tiene. ¿Qué pone debajo?
-Vendidos al señor Windigate, del Alpha, a doce chelines.
-¿Qué me dice usted ahora?
Sherlock Holmes parecía profundamente disgustado. Sacó un soberano del bolsillo y lo arrojó sobre el mostrador, retirándose con el aire de quien está tan fastidiado que incluso le faltan las palabras. A los pocos metros se detuvo bajo un farol y se echó a reír de aquel modo alegre y silencioso tan característico en él.
-Cuando vea usted un hombre con patillas recortadas de ese modo y el «Pink `Un» asomándole del bolsillo, puede estar seguro de que siempre se le podrá sonsacar mediante una apuesta -dijo-. Me atrevería a decir que si le hubiera puesto delante cien
libras, el tipo no me habría dado una información tan completa como la que le saqué haciéndole creer que me ganaba una apuesta. Bien, Watson, me parece que nos vamos acercando al foral de nuestra investigación, y lo único que queda por determinar es si debemos visitar a esta señora Oakshott esta misma noche o si lo dejamos para mañana. Por lo que dijo ese tipo tan malhumorado, está claro que hay otras personas interesadas en el asunto, aparte de nosotros, y yo creo...
Sus comentarios se vieron interrumpidos de pronto por un fuerte vocerío procedente del puesto que acabábamos de abandonar. Al darnos la vuelta, vimos a un sujeto pequeño y con cara de rata, de pie en el centro del círculo de luz proyectado por la lámpara colgante, mientras Breckinridge, el tendero, enmarcado en la puerta de su establecimiento, agitaba ferozmente sus puños en dirección a la figura encogida del otro.
-¡Ya estoy harto de ustedes y sus gansos! -gritaba-. ¡Váyanse todos al diablo! Si vuelven a fastidiarme con sus tonterías, les soltaré el perro. Que venga aquí la señora Oakshott y le contestaré, pero ¿a usted qué le importa? ¿Acaso le compré a usted los gansos?
-No, pero uno de ellos era mío -gimió el hombrecillo. -Pues pídaselo a la señora Oakshott.
-Ella me dijo que se lo pidiera a usted.
-Pues, por mí, se lo puede ir a pedir al rey de Prusia. Yo ya no aguanto más. ¡Largo de aquí!
Dio unos pasos hacia delante con gesto feroz y el preguntón se esfumó entre las tinieblas.
-Ajá, esto puede ahorrarnos una visita a Brixton Road -susurró Holmes-. Venga conmigo y veremos qué podemos sacarle a ese tipo.
Avanzando a largas zancadas entre los reducidos grupillos de gente que aún rondaban en torno a los puestos iluminados, mi compañero no tardó en alcanzar al hombrecillo y le tocó con la mano en el hombro. El individuo se volvió bruscamente y pude ver a la luz de gas que de su cara había desaparecido todo rastro de color.
-¿Quién es usted? ¿Qué quiere? -preguntó con voz temblorosa.
-Perdone usted -dijo Holmes en tono suave-, pero no he podido evitar oír lo que le preguntaba hace un momento al tendero, y creo que yo podría ayudarle. -¿Usted? ¿Quién es usted? ¿Cómo puede saber nada de este asunto? -Me llamo Sherlock Holmes, y mi trabajo consiste en saber lo que otros no saben. -Pero usted no puede saber nada de esto.
-Perdone, pero lo sé todo. Anda usted buscando unos gansos que la señora Oakshott, de Brixton Road, vendió a un tendero llamado Breckinridge, y que éste a su vez vendió al señor Windigate, del Alpha, y éste a su club, uno de cuyos miembros es el señor Henry Baker.
-Ah, señor, es usted el hombre que yo necesito -exclamó el hombrecillo, con las manos extendidas y los dedos temblorosos-. Me sería dificil explicarle el interés que tengo en este asunto.
Sherlock Holmes hizo señas a un coche que pasaba.
-En tal caso, lo mejor sería hablar de ello en una habitación confortable, y no en este mercado azotado por el viento -dijo-. Pero antes de seguir adelante, dígame por favor a quién tengo el placer de ayudar.
El hombre vaciló un instante.
-Me llamo John Robinson -respondió, con una mirada de soslayo.
-No, no, el nombre verdadero -dijo Holmes en tono amable-. Siempre resulta incómodo tratar de negocios con un alias.
Un súbito rubor cubrió las blancas mejillas del desconocido.
-Está bien, mi verdadero nombre es James Ryder.
-Eso es. Jefe de servicio del hotel Cosmopolitan. Por favor, suba al coche y pronto podré informarle de todo lo que desea saber.
El hombrecillo se nos quedó mirando con ojos medio asustados y medio esperanzados, como quien no está seguro de si le aguarda un golpe de suerte o una catástrofe. Subió por fin al coche, y al cabo de media hora nos encontrábamos de vuelta en la sala de estar de Baker Street. No se había pronunciado una sola palabra durante todo el trayecto, pero la respiración agitada de nuestro nuevo acompañante y su continuo abrir y cerrar de manos hablaban bien a las claras de la tensión nerviosa que le dominaba.
-¡Henos aquí! -dijo Holmes alegremente cuando penetramos en la habitación-. Un buen fuego es lo más adecuado para este tiempo. Parece que tiene usted frío, señor Ryder. Por favor, siéntese en el sillón de mimbre. Permita que me ponga las zapatillas antes de zanjar este asuntillo suyo. ¡Ya está! ¿Así que quiere usted saber lo que fue de aquellos gansos?
-Sí, señor.
-O más bien, deberíamos decir de aquel ganso. Me parece que lo que le interesaba era un ave concreta... blanca, con una franja negra en la cola.
Ryder se estremeció de emoción.
-¡Oh, señor! -exclamó-. ¿Puede usted decirme dónde fue a parar?
-Aquí.
-¿Aquí?
-Sí, y resultó ser un ave de lo más notable. No me extraña que le interese tanto. Como que puso un huevo después de muerta... el huevo azul más pequeño, precioso y brillante que jamás se ha visto. Lo tengo aquí en mi museo.
Nuestro visitante se puso en pie, tambaleándose, y se agarró con la mano derecha a la repisa de la chimenea. Holmes abrió su caja fuerte y mostró el carbunclo azul, que brillaba como una estrella, con un resplandor frío que irradiaba en todas direcciones. Ryder se lo quedó mirando con las facciones contraídas, sin decidirse entre reclamarlo o negar todo conocimiento del mismo.
-Se acabó el juego, Ryder -dijo Holmes muy tranquilo-. Sosténgase, hombre, que se va a caer al fuego. Ayúdele a sentarse, Watson. Le falta sangre fría para meterse en robos impunemente. Déle un trago de brandy. Así. Ahora parece un poco más humano. ¡Menudo mequetrefe, ya lo creo!
Durante un momento había estado a punto de desplomarse, pero el brandy hizo subir un toque de color a sus mejillas, y permaneció sentado, mirando con ojos asustados a su acusador.
-Tengo ya en mis manos casi todos los eslabones y las pruebas que podría necesitar, así que es poco lo que puede usted decirme. No obstante, hay que aclarar ese poco para que el caso quede completo. ¿Había usted oído hablar de esta piedra de la condesa de Morcar, Ryder?
-Fue Catherine Cusack quien me habló de ella -dijo el hombre con voz cascada. -Ya veo. La doncella de la señora. Bien, la tentación de hacerse rico de golpe y con facilidad fue demasiado fuerte para usted, como lo ha sido antes para hombres mejores que usted; pero no se ha mostrado muy escrupuloso en los métodos empleados. Me parece, Ryder, que tiene usted madera de bellaco miserable. Sabía que ese pobre fontanero, Horner, había estado complicado hace tiempo en un asunto semejante, y que eso le convertiría en el blanco de todas las sospechas. ¿Y qué hizo entonces? Usted y su cómplice Cusack hicieron un pequeño estropicio en el cuarto de la señora y se las arreglaron para que hiciesen llamar a Horner. Y luego, después de que Horner se
marchara, desvalijaron el joyero, dieron la alarma e hicieron detener a ese pobre hombre. A continuación...
De pronto, Ryder se dejó caer sobre la alfombra y se agarró a las rodillas de mi compañero.
-¡Por amor de Dios, tenga compasión! -chillaba-. ¡Piense en mi padre! ¡En mi madre! Esto les rompería el corazón. Jamás hice nada malo antes, y no lo volveré a hacer. ¡Lo juro! ¡Lo juro sobre la Biblia! ¡No me lleve a los tribunales! ¡Por amor de Cristo, no lo haga!
-¡Vuelva a sentarse en la silla! -dijo Holmes rudamente-. Es muy bonito eso de llorar y arrastrarse ahora, pero bien poco pensó usted en ese pobre Horner, preso por un delito del que no sabe nada.
-Huiré, señor Holmes. Saldré del país. Así tendrán que retirar los cargos contra él. -¡Hum! Ya hablaremos de eso. Y ahora, oigamos la auténtica versión del siguiente acto. ¿Cómo llegó la piedra al buche del ganso, y cómo llegó el ganso al mercado público? Díganos la verdad, porque en ello reside su única esperanza de salvación. Ryder se pasó la lengua por los labios resecos.
-Le diré lo que sucedió, señor -dijo-. Una vez detenido Horner, me pareció que lo mejor sería esconder la piedra cuanto antes, porque no sabía en qué momento se le podía ocurrir a la policía registrarme a mí y mi habitación. En el hotel no había ningún escondite seguro. Salí como si fuera a hacer un recado y me fui a casa de mi hermana, que está casada con un tipo llamado Oakshott y vive en Brixton Road, donde se dedica a engordar gansos para el mercado. Durante todo el camino, cada hombre que veía se me antojaba un policía o un detective, y aunque hacía una noche bastante fría, antes de llegar a Brixton Road me chorreaba el sudor por toda la cara. Mi hermana me preguntó qué me ocurría para estar tan pálido, pero le dije que estaba nervioso por el robo de joyas en el hotel. Luego me fui al patio trasero, me fumé una pipa y traté de decidir qué era lo que más me convenía hacer.
»En otros tiempos tuve un amigo llamado Maudsley que se fue por el mal camino y acaba de cumplir condena en Pentonville. Un día nos encontramos y se puso a hablarme sobre las diversas clases de ladrones y cómo se deshacían de lo robado. Sabía que no me delataría, porque yo conocía un par de asuntillos suyos, así que decidí ir a Kilburn, que es donde vive, y confiarle mi situación. Él me indicará cómo convertir la piedra en dinero. Pero ¿cómo llegar hasta él sin contratiempos? Pensé en la angustia que había pasado viniendo del hotel, pensando que en cualquier momento me podían detener y registrar, y que encontrarían la piedra en el bolsillo de mi chaleco. En aquel momento estaba apoyado en la pared, mirando a los gansos que correteaban alrededor de mis pies, y de pronto se me ocurrió una idea para burlar al mejor detective que haya existido en el mundo.
»Unas semanas antes, mi hermana me había dicho que podía elegir uno de sus gansos como regalo de Navidad, y yo sabía que siempre cumplía su palabra. Cogería ahora mismo mi ganso y en su interior llevaría la piedra hasta Kilburn. Había en el patio un pequeño cobertizo, y me metí detrás de él con uno de los gansos, un magnífico ejemplar, blanco y con una franja en la cola. Lo sujeté, le abrí el pico y le metí la piedra por el gaznate, tan abajo como pude llegar con los dedos. El pájaro tragó, y sentí la piedra pasar por la garganta y llegar al buche. Pero el animal forcejeaba y aleteaba, y mi hermana salió a ver qué ocurría. Cuando me volví para hablarle, el bicho se me escapó y regresó dando un pequeño vuelo entre sus compañeros.
»-¿Qué estás haciendo con ese ganso, Jem? -preguntó mi hermana. »-Bueno -dije-, como dijiste que me ibas a regalar uno por Navidad, estaba mirando cuál es el más gordo.
»-Oh, ya hemos apartado uno para ti -dijo ella-. Lo llamamos el ganso de Jem. Es aquel grande y blanco. En total hay veintiséis; o sea, uno para ti, otro para nosotros y dos docenas para vender.
»-Gracias, Maggie -dije yo-. Pero, si te da lo mismo, prefiero ese otro que estaba examinando.
»-El otro pesa por lo menos tres libras más -dijo ella-, y lo hemos engordado expresamente para ti.
»-No importa. Prefiero el otro, y me lo voy a llevar ahora -dije.
»—Bueno, como quieras -dijo ella, un poco mosqueada-. ¿Cuál es el que dices que quieres?
»-Aquel blanco con una raya en la cola, que está justo en medio.
»-De acuerdo. Mátalo y te lo llevas.
»Así lo hice, señor Holmes, y me llevé el ave hasta Kilburn. Le conté a mi amigo lo que había hecho, porque es de la clase de gente a la que se le puede contar una cosa así. Se rió hasta partirse el pecho, y luego cogimos un cuchillo y abrimos el ganso. Se me encogió el corazón, porque allí no había ni rastro de la piedra, y comprendí que había cometido una terrible equivocación. Dejé el ganso, corrí a casa de mi hermana y fui derecho al patio. No había ni un ganso a la vista.
»-¿Dónde están todos, Maggie? -exclamé.
»-Se los llevaron a la tienda.
»-¿A qué tienda?
»-A la de Breckinridge, en Covent Garden.
»-¿Había otro con una raya en la cola, igual que el que yo me llevé? -pregunté. »-Sí, Jem, había dos con raya en la cola. Jamás pude distinguirlos.
»Entonces, naturalmente, lo comprendí todo, y corrí a toda la velocidad de mis piernas en busca de ese Breckinridge; pero ya había vendido todo el lote y se negó a decirme a quién. Ya le han oído ustedes esta noche. Pues todas las veces ha sido igual. Mi hermana cree que me estoy volviendo loco. A veces, yo también lo creo. Y ahora... ahora soy un ladrón, estoy marcado, y sin haber llegado a tocar la riqueza por la que vendí mi buena fama. ¡Que Dios se apiade de mí! ¡Que Dios se apiade de mí!
Estalló en sollozos convulsivos, con la cara oculta entre las manos. Se produjo un largo silencio, roto tan sólo por su agitada respiración y por el rítmico tamborileo de los dedos de Sherlock Holmes sobre el borde de la mesa. Por fin, mi amigo se levantó y abrió la puerta de par en par.
-¡Váyase! -dijo.
-¿Cómo, señor? ¡Oh! ¡Dios le bendiga!
-Ni una palabra más. ¡Fuera de aquí!
Y no hicieron falta más palabras. Hubo una carrera precipitada, un pataleo en la escalera, un portazo y el seco repicar de pies que corrían en la calle. -Al fin y al cabo, Watson -dijo Holmes, estirando la mano en busca de su pipa de arcilla-, la policía no me paga para que cubra sus deficiencias. Si Horner corriera peligro, sería diferente, pero este individuo no declarará contra él, y el proceso no seguirá adelante. Supongo que estoy indultando a un delincuente, pero también es posible que esté salvando un alma. Este tipo no volverá a descarriarse. Está demasiado asustado. Métalo en la cárcel y lo convertirá en carne de presidio para el resto de su vida. Además, estamos en época de perdonar. La casualidad ha puesto en nuestro camino un problema de lo más curioso y extravagante, y su solución es recompensa suficiente. Si tiene usted la amabilidad de tirar de la campanilla, doctor, iniciaremos otra investigación, cuyo tema principal será también un ave de corral.
1. 1. ¿Qué
tipo de cuento te parece que es? Justifica tu respuesta.
2. 2.¿Qué
es “El Carbunclo Azul”?
3. 3. En qué parte del texto se describe el sombrero
que encontró Peterson? ¿Por qué es importante conocer cómo era su aspecto?
4. 4. ¿Para qué
se incluye en el cuento la noticia periodística sobre el robo? ¿A qué se refiere Sherlock Holmes cuando dice
“sigamos esta pista mientras todavía está caliente”?
5. 5. Expliquen cuál fue el engaño que utilizó Holmes
para saber si Henry Baker tenía algo que ver con el robo.
6. 6. ¿Qué les pareció el final del cuento? Se lo
esperaban. Justifica la respuesta.
ACTIVIDAD N°6
Desafío
Aldo Tulián
La escuela quedaba en las orillas del pueblo, frente a las vías del
ferrocarril. Más allá de las vías comenzaba la pampa frutal. Miles y miles de
árboles iguales, alineados, mansos y obedientes, trabajaban en silencio para
dar sus frutos a tiempo. Desde la escuela, a lo lejos, se veían a los hombres
andar entre los naranjos. Unas veces pasaban con un pequeño tractor echando una
lluvia finita y blanca que el viento elevaba asustando a las palomas. Otras, se
trepaban a las escaleras con tijeras enormes y recortaban hojas y ramas,
dejando las copas de los árboles como redondos nidos de plumas verdes. Cuando
aparecían los azahares, en la escuela el perfume barría con el olor a tinta.
Carlos y Zuleta caminaban lado a lado en silencio.
A Zuleta en la casa le decían Choclo, pero en la escuela hasta los
compañeros lo llamaban Zuleta. A él no le gustaba, pero lo había aceptado como
al guardapolvo o a esos bancos incómodos y antiguos con el pupitre surcado de
iniciales grabadas a cortaplumas. Que lo llamaran Zuleta o “niño” era parte de
ese mundo que había empezado para él hacía cuatro años y al que tenía que
entregar sus tardes, menos las de los sábados y domingos.
Zuleta vivía más allá de las vías, donde comenzaban los naranjos infinitos.
Era un experto acomodando panales en los cajones de abejas o eligiendo plantas
en el vivero junto a su padre, pero la matemática se le estaba haciendo cuesta
arriba.
Y no parecía que el año próximo fuera a ser mejor. Un chico de quinto le
había dicho que estaban aprendiendo raíz cuadrada y le mostró el cuaderno.
Zuleta recordó aquel enjambre de números y letras, levantó una piedra y la
estrelló contra un poste de luz.
Carlos iba tratando de recordar la causa del desafío. ¿Por qué se iban a
pelear? Zuleta era su amigo. Bueno, bastante amigo. Aunque no tan amigo como
Gerardo, que vivía al lado de su casa y el papá le dejaba usar la bicicleta de
reparto del almacén y daban vueltas a la manzana, uno pedaleando mientras el
otro iba sentado en la canasta, delante del manubrio. Con Gerardo nunca se
habían tenido que pelear, pero con Zuleta, era otra cosa. Zuleta era terminante
y hosco. Una vez tiró de espaldas de un empujón a Sarnelli, que es de quinto,
cuando quiso matar a una culebra con un medio ladrillo. Zuleta agarró la
culebra con la mano y la metió entre los yuyos. Después se dio vuelta y le
sostuvo la mirada mientras el bicho se ponía a salvo. Carlos había querido
decirle que estaba de su parte, pero no le salió. Zuleta les dio la espalda y
se fue a su casa solo, como siempre. Zuleta era así. Con Zuleta no se discutía.
Y hecho el desafío había que achicarse o pelear. Llegaron al canchón que estaba
al lado de las vías. Cada uno se fue desabrochando el guardapolvo y lo dobló
sobre la pila de cuadernos y libros. Hacía calor. Al fondo, los vagones de
carga dormían al costado de la vía principal.
Avanzaron hacia el centro del canchón. Una bandada de tordos salió de
los matorrales alborotando el aire. Desde el patio de tierra de la escuela, las
casuarinas, altísimas, vigilaban.
Y fueron los dos un solo puño
El cuerpo sobre el cuerpo
El cielo y la tierra
El jadeo
Y luego, el silencio
Se miraron un rato sentados en el suelo. A Carlos le dolía la nariz pero
dijo que estaba resfriado.
Zuleta le alcanzó su pañuelo, juntó el guardapolvo y los útiles, se fue
caminando despacio y se perdió en el naranjal.
El día siguiente fue sábado. Hizo un lindo día. Carlos tomó la leche con
pan y manteca y fue al kiosco a buscar el diario para su papá.
Después caminó por la vereda de paraísos hacia la escuela. Bordeó el
patio de casuarinas, pasó por el canchón, atravesó las vías y llegó a la casa
de Zuleta. Dijo que venía a devolverle el pañuelo.
Zuleta lo estaba esperando, para jugar.
Anotá en tu carpeta las respuestas, para intercambiar cuando tengan
clases.
a. ¿Qué ideas, sensaciones o pensamientos te dejó este cuento?
b. ¿Por qué crees que a Choclo lo llamaban Zuleta o “niño”? ¿Por qué
crees que él lo había aceptado?
c. El cuento dice “Zuleta era así.” ¿Qué querrá decir?
d. En el cuento se dice “Carlos iba tratando de recordar la causa del
desafío” ¿Cuál era el desafío? ¿En qué partes de la historia te hace pensar en
la causa del desafío?
e. Cuando Carlos y Zuleta se pelean está escrito de la siguiente manera:
Y fueron los dos un solo puño El cuerpo sobre el cuerpo El cielo y la tierra El jadeo Y luego, el silencio |
¿Por qué crees que el autor, Aldo Tulián, habrá decidido escribirlo así?
f. Después de la pelea, ¿por qué Zuleta estaría esperando a Carlos
para jugar?
g. Esta frase es muy bella
Desde
la escuela, a lo lejos, se veían a los hombres andar entre los naranjos. Unas
veces pasaban con un pequeño tractor echando una lluvia finita y blanca que
el viento elevaba asustando a las palomas. Otras, se trepaban a las escaleras
con tijeras enormes y recortaban hojas y ramas, dejando las copas de los
árboles como redondos nidos de plumas verdes. Cuando aparecían los azahares,
en la escuela el perfume barría con el olor a tinta. |
¿Qué la hace tan bella?
La propuesta de hoy es volver a leer el cuento “Amigos por el viento” y responder las siguientes preguntas que nos van ayudar a entender un poco más lo que la autora quiso expresar en el cuento.
3. En el siguiente fragmento se repite “adentro y adentro” ¿qué significará?
4. ¿Por qué Ricardo y su hijo eran un peligro para la narradora?
5. ¿Qué querrá decir la frase “-sugirió la mujer que cumplía años, desesperada por la falta de aire- Y es que yo me lo había tragado todo para matar por asfixia a los invitados”?
6. ¿Y esta? “Entonces, busqué una espina y la puse entre signos de preguntas”
7. ¿Por qué dirá, al final, que ya era tiempo de abrir las ventanas?
8. Para conocer un poco más sobre la autora, te propongo buscar la biografía y extraer los datos mas relevantes.Los y las invitamos a seguir conociendo diferentes cuento que nos permiten hacer volar nuestra imaginación
Observa la portada del siguiente libro y escribí de qué se trata para vos, una vez finalizada la lectura del mismo.Escribí brevemente de que se trataba el cuento y compáralo.
–Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece?
–Yo no tengo que estar convencida.
A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas. Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojos con los que vemos. Es decir, los verdaderos ojos. |
ACTIVIDAD N°3
Conocemos al autor de "La ventana abierta"
1. Las y los invitamos a leer los siguientes textos para conocer quién era Saki, el momento histórico en el que vivió y qué hizo durante parte de su vida.
Héctor Hugh Munro (Saki) nació en 1870 en el puerto de Akyab, Birmania, colonia británica en aquella época. Su madre murió en un accidente cuando él era muy pequeño y, a la edad de dos años, fue enviado junto con su hermana a Inglaterra, para vivir con dos tías.
Adaptado de Revista Imaginaria, 2006.
Adaptado de Revista Imaginaria, 2006
[Las niñas y los niños] Se levantaban muy temprano porque estaba muy mal visto ser perezoso. Las chicas y los chicos cenaban y se acostaban antes que las personas adultas y se perdían todas las reuniones donde los grandes conversaban y jugaban juegos de mesa […] Las personas adultas pensaban que las niñas y los niños debían ser sumisos y obedientes con sus padres y maestros, pues la rebeldía era lo único que no podía tolerarse en una niña o un niño.
Muchos piensan que los cuentos de Saki son una reacción a la educación tan estricta de la época. Sus escritos tienen humor y crueldad. Frecuentemente, la narración se burla de los personajes convencionales y presuntuosos, de las adultas y los adultos autoritarios y controladores, al tiempo que toma partido por quienes irrumpen con lo impensado, lo impropio, lo fuera de lugar; por lo general con las niñas y los niños.
c) ¿Qué les parece que tiene que ver la infancia del autor con el cuento que leyeron?
- . Vera y Nuttel son dos personajes muy diferentes. Vera, una muchacha fresca y un tanto despiadada, se burla del tímidoseñor Framton Nuttel, quien acude a la casa de la tía de Vera en busca de reposo físico y mental, ordenado por sus médicos. Pero Nuttel es engañado por Vera. ¿Cómo logra Vera engañar a Nuttel?
Relean la parte donde aparece la tía de Vera, la señora Sappleton. En un momento, se dice que a Framton todo eso le “resultaba sencillamente horrible”. ¿Qué les parece que era todo “eso” que le resultaba horrible a Framton?
Cuando aparecen los hombres que regresan de la cacería, Framton advierte que Vera miraba “la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror.” ¿Vera estaba realmente aterrorizada?
¿Por qué les parece que, al final del cuento, Vera miente sobre el señor Framton, diciendo que los perros le producían horror porque una vez lo había perseguido una jauría?
Piensen y escriban lo que Vera les habrá contado a sus amigas acerca de cómo hizo para engañar al señor Framton.
Una vez que hayan terminado, lean lo que escribieron en voz alta y, en lo posible, grábenlo (pueden usar un celular o la computadora). Luego, escuchen lo que grabaron y fíjense si les quedó bien. Si no están conformes, lo pueden mejorar.
Hola chicos, los invito a trabajar en esta nueva unidad, donde vamos a descubrir, leer, interpretar e indagar sobre diferentes géneros literarios con el objeto de identificar diferencias, similitudes y vínculos entre textos e imágenes.
La ventana abierta
Una ventana abierta. Antología para maestros que ven, miran o espían. Buenos Aires, Ministerio de Educación, 2007.
-----------
1. ¿Qué opinan de lo que Vera le cuenta a Framton? ¿Por qué piensan que le dijo eso?
3. Algunas chicas y algunos chicos piensan que este es un cuento de miedo… otros, que es de risa. ¿A ustedes qué les parece?¿Por qué?
ACTIVIDAD N°9 DE PRÁCTICA DEL
LENGUAJE
1. Relean el capítulo XII y lee los capítulos
XIII (Una visita) XIV (Mi amigo Manuel).
2. ¿Crees que los argentinos fueron ingratos como
lo expresa el autor, con Manuel Belgrano? Justifiquen su respuesta
3. ¿Te parece que con el tiempo tuvo el
reconocimiento que se merecía? Justifiquen su respuesta
4. Después de
haber leído la novela y de conocerlo más en profundidad, explicá qué creés que
es lo que más lo representa como persona. Si necesitás volvé a releer algunos
capítulos
ACTIVIDAD N°8 DE PRÁCTICA DEL
LENGUAJE
·
Lee los capítulos X (“Un norte para la patria”)
y XI (Dolores en lo alto)
1.
Observá el siguiente video y explicá qué fue el
Éxodo Jujeño
https://www.youtube.com/watch?v=1zjY_g5_ofQ
2.
María Remedios como ya vimos con Graciela Penna
y leímos en la novela, tuvo un papel fundamental en las guerras de la Independencia, ¿Qué agresiones y/o discriminaciones piensas que sufrió por ser
mujer? ¿Crees que ahora sería más fácil para una mujer luchar por sus ideales?
¿Por qué?
3.
¿Qué consecuencias tuvieron las derrotas en las
batallas Vilcapugio y Ayohuma? Investiga brevemente y explica con tus palabras.
ACTIVIDAD N°7 DE PRÁCTICA DEL LENGUAJE
Leemos los capítulos VIII (8 Revolución) Y IX (9 Hagamos bandera).
¿Qué idea tenía Belgrano y sus amigos?¿Cuándo se dieron cuenta que podía ponerse en marcha sus planes?
¿Cuándo se forma la primera junta, que cargo asume Belgrano? ¿Por qué deja su cargo al poco tiempo?
¿Cómo fue la primera batalla? ¿Qué dificultades atravesó?
¿Quién es Pedro? Explica brevemente su historia.
¿Cómo cuenta el narrador los hechos previos a la formación de la bandera? ¿y que cuenta sobre cómo era la bandera?
Releer el capítulo IX, “Hagamos bandera”, y observar la ilustración de la página 65. Escribir una crónica de la creación y la jura de la bandera, como si hubieran sido testigos del hecho.
En el mismo capítulo el narrador confiesa que no recuerda exactamente cómo era el diseño de la primera bandera (página 64). Investigar sobre la historia de la bandera. ¿A qué se llama “Banderas de Macha”? ¿Cuál es el origen de los colores celeste y blanco? ¿Se mantuvieron siempre así?
Qué es una crónica
La palabra crónica tiene sus orígenes en el griego cronos, o sea “tiempo”. Esto nos lleva a decir que una crónica es la narración detallada de un hecho siguiendo un orden cronológico. Esta narración puede ser oral (como las que escuchamos en la radio o vemos por televisión) o escrita (por ejemplo las que leemos en sitios de Internet o en medios impresos como los periódicos).
Al periodista encargado de realizar una crónica se lo llama “cronista”.
Características de la crónica periodística
Es una narración que sigue un orden cronológico.
Puede exponerse de forma oral o de forma escrita.
Relata una noticia real, es decir no-ficticia, de manera detallada, ordenada y aportando la mayor cantidad posible de datos.
En una crónica periodística debe contarse qué ocurrió, dónde ocurrió, cuándo ocurrió y quiénes protagonizaron los hechos que se cuentan.
Del punto anterior se desprende que el cronista debe estar muy bien informado de todos los pormenores.
Estructura de la crónica periodística
Aunque el cronista posee libertad para estructurar su crónica como mejor le parezca, se puede decir que, por lo general, suele hacerse del siguiente modo:
Entrada: suele ser un título o frase de presentación. Se busca que sea concisa y muy expresiva para que llame la atención de los receptores.
Cuerpo o noticia: es la exposición y desarrollo de los hechos. Esta exposición debe ser en todo momento realista y debe incorporar cada uno de los acontecimientos producidos. En general se usa un lenguaje sencillo y directo, evitando las frases complicadas y palabras infrecuentes.
Comentario o conclusión: Es un breve comentario del cronista, en general en tercera persona, que sirve de cierre y reflexión. Es usual que esta parte sea más subjetiva, porque el cronista tiene la libertad de mostrar su postura frente a los hechos.
- En esta actividad vamos a dar un salto en los capítulos y
- ¿Dónde había estado Manuel Belgrano unos meses antes de 1816?, ¿qué hacía allí? ¿Qué hizo cuando volvió?
- ¿Qué dudas invaden a los diputados al momento de declarar la independencia?
- ¿Qué opina Manuel respecto a cuál era la forma de gobierno que debían adoptar? ¿por qué opinaba eso?
- ¿Qué fue lo que paso con el congreso?
- ¿Con quién luchó los últimos años en el ejército del norte?
- Durante estos últimos años, Manuel Belgrano, ¿Cómo se encontraba de salud?
- Lean los capítulos 6 (“El amor a la vuelta de la esquina) y 7 (En el nombre del padre y de la madre)
- Cuando Manuel Belgrano se establece en Buenos Aires es secretario del consulado ¿Qué logra hacer en su puesto?
- ¿Cómo fueron los comienzos de la vida militar de los personajes?
- ¿De quién se enamora Belgrano? Investiga lo más relevante sobre la vida de dicha mujer.
- ¿Qué acontecimientos relevantes para el territorio ocurrieron en 1806 Y 1807? ¿cómo reaccionó el pueblo y que lograron?
- ¿Qué cambios de pensamientos creen que lograron estas invasiones, en los habitantes de Buenos Aires? Ayúdate con el siguiente vídeo
- https://www.youtube.com/watch?v=rHbJxBTpw1s
- Busca imágenes de estos acontecimientos.
Plan de continuidad pedagógica
- Leemos el primer capítulo “La aventura de los membrillos” de la novela “Mi Amigo Manuel”.
- ¿Quiénes son los personajes principales que aparecen en este capítulo?
- ¿Qué aventura realizan los niños? ¿Cómo reaccionarias vos en sus lugar?
- ¿Quién crees que es Manuel?
- Ustedes recuerdan alguna aventura vivida con sus amigos que representara alguna travesura.
- Miren el siguiente vídeo:
- ¿Qué acciones pueden mencionar de este primer capítulo? Escribí ejemplos
- ¿En qué personas del verbo aparecen los ejemplos que encontraste (1ra, 2da, 3ra)?
HUECO
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HUELLA
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HUMANO
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HIENA
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HUESO
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HUMEDAD
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HIERBA
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HUEVO
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HUMILDE
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HUMO
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HIEL
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HIELO
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Nombre del cuento
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Tipo de ciencia ficción
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Recurso o tema utilizado
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Ejemplos
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Hola seño soy Laureana en la actividad número 3 en el punto 7 te iba a preguntar¿a que se refiere con "Loa ideales"porque no los encuentro en ningún capítulo?
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